Álvaro García Linera
El progresismo debe apostar a un nuevo programa de reformas de segunda generación, articuladas en torno a la ampliación de la igualdad y la democratización de la riqueza.
El mundo está atravesando una transición política-económica estructural. El viejo consenso globalista de libre mercado, austeridad fiscal y privatización que encandiló a la sociedad mundial durante 30 años, hoy se ve cansado y carece de optimismo ante el porvenir. La crisis económica de 2008, el largo estancamiento desde entonces, pero principalmente el lockdown de 2020, han erosionado el monopolio del horizonte predictivo colectivo que legitimó el neoliberalismo mundial.
Hoy, otras narrativas políticas reclaman la expectativa social: flexibilización cuantitativa para emitir billetes sin límite; Green New Deal, proteccionismo para relanzar el empleo nacional, Estado fuerte, mayor déficit fiscal, más impuestos a las grandes fortunas, etc., son las nuevas ideas-fuerza que cada vez son más mencionadas por políticos, académicos, líderes sociales y la prensa del mundo entero.
Se desvanecen las viejas certidumbres imaginadas que organizaron el mundo desde 1980, aunque tampoco hay nuevas que reclamen con éxito duradero el monopolio de la esperanza de futuro. Y mientras tanto, en esta irresolución de imaginar un mañana más allá de la catástrofe, la experiencia subjetiva de un tiempo suspendido carente de destino satisfactorio agobia el espíritu social.
América Latina se adelantó a estas búsquedas mundiales hace más de una década. Los cambios sociales y gubernamentales en Brasil, Venezuela, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador, El Salvador, Nicaragua, dieron cuerpo a esta primera oleada de gobiernos progresistas y de izquierda que se plantearon salir del neoliberalismo.
Más allá de ciertas limitaciones y contradicciones, el progresismo latinoamericano apostó a unas reformas de primera generación que logró tasas de crecimiento económico entre 3 y 5 por ciento, superiores a las registradas en tiempos anteriores.
Paralelamente, se redistribuyó de manera vigorosa la riqueza, lo que permitió sacar de la pobreza a 70 millones de latinoamericanos y de la extrema pobreza a 10 millones. La desigualdad cayó de 0.54 a 0.48, en la escala de Gini y se aplicó un incremento sostenido del salario y de los derechos sociales de los sectores más vulnerables de la población que inclinó la balanza del poder social en favor del trabajo.
Algunos países procedieron a ampliar los bienes comunes de la sociedad mediante la nacionalización de sectores estratégicos de la economía y, como en el caso de Bolivia, se dio paso a la descolonización más radical de la historia, al lograr que los sectores indígena-populares se constituyan en el bloque de dirección del poder estatal.
Esta primera oleada progresista que amplió la democracia con la irrupción de lo popular en la toma de decisiones, se sostuvo sobre un flujo de grandes movilizaciones sociales, descrédito generalizado de las políticas neoliberales, emergencia de liderazgos carismáticos portadores de una mirada audaz del futuro y un estado de estupor de las viejas élites gobernantes.
La segunda oleada progresista
La primera oleada del progresismo latinoamericano comenzó a perder fuerza a mediados de la segunda década del siglo XXI, en gran parte, por cumplimiento de las reformas de primera generación aplicadas. El progresismo cambió la tasa de participación del excedente económico en favor de las clases laboriosas y el Estado, pero no la estructura productiva de la economía.
Esto inicialmente le permitió transformar la estructura social de los países mediante la notable ampliación de las clases medias, ahora con mayoritaria presencia de familias provenientes de sectores populares e indígenas. Pero la masificación de ingresos medios, la extendida profesionalización de primera generación, el acceso a servicios básicos y vivienda propia, etc., modificó no sólo las formas organizativas y comunicaciones de una parte del bloque popular, sino también su subjetividad aspiracional. Incorporar estas nuevas demandas y darle sostenibilidad económica en el marco programático de mayor igualdad social, requería modificar el modo de acumulación económica y las fuentes tributarias de retención estatal del excedente.
La incomprensión en el progresismo de su propia obra y la tardanza en plantarse los nuevos ejes de articulación entre el trabajo, el Estado y el capital, dieron paso desde 2015 a un regreso parcial del ya enmohecido programa neoliberal. Pero, inevitablemente, este tampoco duró mucho. No había novedad ni expansivo optimismo en la creencia religiosa en el mercado, sólo un revanchismo enfurecido de un libre mercado crepuscular que desempolvaba lo realizado en los años 90 del siglo XX: volver a privatizar, a desregular el salario y concentrar la riqueza.
Ello dio pie a la segunda oleada progresista que desde 2019 viene acumulando victorias electorales en México, Argentina, Bolivia, Perú y extraordinarias revueltas sociales en Chile y Colombia. Esto enmudeció esa suerte de teleología especulativa sobre el fin del ciclo progresista. La presencia popular en la historia no se mueve por ciclos, sino por oleadas. Pero claro, la segunda oleada no es la repetición de la primera. Sus características son distintas y su duración también.
En primer lugar, estas nuevas victorias electorales no son fruto de grandes movilizaciones sociales catárticas que por su sola presencia habilitan un espacio cultural creativo y expansivo de expectativas transformadoras sobre las que puede navegar el decisionismo gubernamental. El nuevo progresismo resulta de una concurrencia electoral de defensa de derechos agraviados o conculcados por el neoliberalismo enfurecido, no de una voluntad colectiva de ampliarlos, por ahora.
Es lo nacional-popular en su fase pasiva o descendente.
Es como si ahora los sectores populares depositaran en las iniciativas de gobierno el alcance de sus prerrogativas y dejaran, de momento, la acción colectiva como el gran constructor de reformas. Ciertamente, el gran encierro mundial de 2020 ha limitado las movilizaciones, pero curiosamente no para las fuerzas conservadoras o sectores populares allí donde no hay gobiernos progresistas, como Colombia, Chile y Brasil.
Una segunda característica del nuevo progresismo es que llega al gobierno encabezado por liderazgos administrativos que se han propuesto gestionar de mejor forma en favor de los sectores populares, las vigentes instituciones del Estado o aquellas heredadas de la primera oleada; por tanto, no vienen a crear unas nuevas. Dicho de otra manera, no son liderazgos carismáticos, como en el primer progresismo que fue dirigido por presidentes que fomentaron una relación efervescente, emotiva con sus electores y disruptivas con el viejo orden.