Los golpes de Estado

Marcelo Colussi

“Puede ser que Somoza sea un hijo de puta, pero es «nuestro» hijo de puta”.
Franklin D. Roosevelt, presidente de Estados Unidos.

América Latina y el África tienen una larga tradición de golpes de Estado. En otras latitudes del planeta los mismos son raros, muy infrecuentes, o simplemente no se dan. Cualquiera de ellos, con las diferencias y particularidades del caso, consiste en la interrupción de la institucionalidad democrática que fijan las Constituciones de cada país, reemplazándola por un nuevo orden no sujeto a ningún estado de derecho. La violencia militar cruda y descarnada hace parte vital de ese mecanismo.

En el África subsahariana, en el poco más de medio siglo que tienen sus jóvenes naciones, se llevan registrados más de 220 golpes de Estado, en todos los casos llevados a cabo por fuerzas militares. Burkina Faso, Benín y Nigeria son los que más los han sufrido, con 6 golpes en cada uno de esos países hasta el año 2001. Dada esa continua inestabilidad política, producto de lo joven y débil de esas democracias constitucionales copiadas a las ex metrópolis europeas, la Organización de la Unidad Africana -OUA- en el año 2000 reaccionó promulgando la Declaración de Lomé, la cual prohíbe taxativamente en todo el continente los cambios inconstitucionales de gobierno. Dicha declaración fue recogida en el año 2007 por la Unión Africana en la “Carta Africana sobre Democracia, Elecciones y Gobernabilidad”. Es por eso que los golpes de Estado más recientes, que tuvieron lugar luego de esa fecha, como los ocurridos en Guinea (2008), Madagascar (2009), Níger (2010), República Centroafricana (2013) y Burkina Faso (2015), no fueron reconocidos por el organismo regional, suspendiéndoseles del mismo y obligándoseles al retorno al marco constitucional.

En muchos de esos alzamientos militares estuvo presente la influencia de las ex potencias imperialistas de Europa, básicamente Gran Bretaña y Francia, que siglos atrás habían invadido el territorio africano, dividiéndolo artificialmente en lo que hoy son estas jóvenes repúblicas. Los continuos golpes de Estado de estas pocas décadas transcurridas desde su liberación -alrededor de 1960- evidencian lo precaria que son como naciones, al establecérseles límites arbitrarios destruyendo y avasallando culturas y pueblos tradicionales.

En Latinoamérica, los golpes de Estado caracterizaron la dinámica política de todos sus países (excepción hecha de Costa Rica, la “Suiza americana”… ¿y por qué no Suiza la “Costa Rica europea”?) a lo largo de todo el siglo XX. Bolivia encabeza la lista, con más de 160 alzamientos militares.

Un golpe de Estado no significa cambio alguno en la estructura económico-social de una sociedad. Es, en todo caso, un cambio brusco, repentino, en la figura que está al mando del sillón presidencial. En otros términos: luchas de poder intestinas, crisis palaciegas, simples reacomodos a espaldas de los pueblos (eso es, básicamente, lo que caracteriza los pronunciamientos militares en el África). O, en todo caso, injerencia del poder militar en la dinámica política, reemplazando el juego institucional normal cuando las clases dirigentes avizoran algún peligro en orden a un avance popular (lo distintivo de Latinoamérica).

Esto último es el caso, por ejemplo, de la intervención militar en Guatemala en 1954 desplazando la “Primavera democrática”, en Argentina en 1955 y 1976, quitando gobiernos peronistas vistos como “peligro populista” para las clases dirigentes, en Brasil en 1964, volteando al presidente João Goulart, otro “populista peligroso” para la lógica conservadora, en Chile en 1973 (“peligro comunista”, según declarara Henry Kissinger en su momento), y ahora en Bolivia (gran reserva de litio ansiada por compañías multinacionales). En todos estos casos lo que está en juego es la posibilidad de una pérdida de privilegios por parte de la clase dominante local y de los intereses estadounidenses en la región. De esto se desprenden dos conclusiones:

1) El aparato de Estado no está para beneficiar a todos los habitantes de una nación por igual, sino que es el mecanismo de dominación de una clase social (oligarquía, burguesía, empresariado, terratenientes, banqueros o como se la quiera nombrar) sobre otra (trabajadores, pueblo en general). Vale recordar aquí la definición leninista ya clásica: “El Estado es el producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase”. Las fuerzas de seguridad nunca reprimen a las clases dirigentes sino a la “chusma” que protesta.

2) En Latinoamérica, el verdadero poder dominante final, el que tiene la última palabra, es la clase dirigente de Estados Unidos, que hace de la región su reservorio de materias primas, mercado cautivo y proveedor de mano de obra barata. Por eso, y no por otra razón, es que hay acantonadas 74 bases militares de Washington en la región, defendiendo al milímetro lo que considera su natural patio trasero: “América para los americanos” (del Norte), según la tristemente célebre Doctrina Monroe. No está de más recordar que la instalación más grande (Base Mariscal Estigarribia) se encuentra en la Triple frontera argentino-brasileño-paraguaya, “custodiando” el Acuífero Guaraní, una de las reservas de agua dulce subterránea más enorme del mundo. Y la base más grande está en construcción en estos momentos, en Honduras, para “salvaguardar” las reservas petrolíferas de Venezuela.

En todos estos pronunciamientos militares está siempre presente la mano de Washington, quien defiende a capa y espada, ante todo, sus propios intereses económicos, y secundariamente el modelo capitalista vigente, para que los “malos ejemplos populistas” no cundan. Pero los tradicionales golpes de Estado, con tanques de guerra en la calle, sangre y muchos muertos, cuestan demasiado en términos políticos. Hoy día, producto del avance en las denuncias de violaciones a derechos humanos cometidas por esos gobiernos militares producto de los golpes de Estado sangrientos, tales prácticas son impresentables. De ahí que la Casa Blanca últimamente ha variado su estrategia desarrollando lo que se conoce como “golpes suaves” (soft), o “procesos de reversión” (roll-back).

Los mismos evitan el despliegue militar violento, presentando varias aristas, articuladas entre sí a veces, que tienen por fin siempre lo mismo: terminar con un mandatario o un proceso díscolo a los dictados imperiales de Estados Unidos.

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