Motivos evidentes (y otros no tanto) para destruir a Telesur

Augusto Márquez

El pasado 12 de enero, el diputado Juan Guaidó anunció que su falso interinato iniciaría acciones y medidas «legales» contra la televisora multiestatal Telesur. Las mismas estarían encaminadas a repetir el patrón de saqueo y expropiación ilegal de activos venezolanos que cobró como primeras víctimas a la filial Citgo y la empresa petroquímica Monómeros el año pasado.

Los recursos demagógicos no se hicieron esperar. Guaidó justificó el intento de desvalijar Telesur como una acción necesaria para defender la «democracia venezolana y regional», entre otros nobles objetivos que llevan la marca de los intereses estratégicos de Estados Unidos.

Como viene siendo usual, el «anuncio» con bombos y platillos de Guaidó fue severamente cuestionado en redes sociales. Críticas acaloradas recargaron a tal punto la publicación, que se hizo mucho más interesante leer los comentarios y las respuestas que el «anuncio» de Guaidó en sí mismo. Paradojas de la política 2.0 y de quienes, en el bando antichavista, hicieron de ella un catecismo mediado por las empresas asesoras de márketing y publicidad.

Estas reacciones eran totalmente lógicas, al menos desde la mirada del opositor permanentemente decepcionado por la falta de puntería de quienes se proclaman como sus interlocutores.

Luego de que decenas de diputados comandados por Luis Parra y José Brito le arrebataran a Guaidó el trono de la presidencia de la Asamblea Nacional el 5 de enero, en una maniobra que claramente representaba un desafío a su posición de fuerza, el «anuncio» del falso interino contra Telesur días después no se entendió.

Por lo repentino y por lo aparentemente rebuscado, la fanaticada antichavista se preguntó algo totalmente razonable: si te acaban de dar un golpe interno que culminó con tu mandato frente al Parlamento, ¿en qué puede ayudarte ir contra Telesur?

Aunque esto pudiera interpretarse como un misterio o un fallo de puntería, de eso, en realidad, tiene poco. Días antes, el comisario político de la Casa Blanca para Venezuela, el halcón Eliott Abrams, afirmó durante una rueda de prensa: «Tenemos un acuerdo con el gobierno legítimo de Venezuela (sic), un acuerdo de desarrollo, y podemos hacer cosas para ayudar, por ejemplo: la prensa libre en Venezuela, para ayudar a las personas a seguir publicando y a seguir transmitiendo».

Con esas palabras, el halcón del status quo estadounidense abrió el año político y perfiló, con la precisión de quien toma las decisiones en realidad, que el curso de acción que tomará la política de cambio de régimen de Washington contra Caracas tendrá en la guerra mediática uno de sus principales recursos de fuerza. Y es que el escenario político actual, donde la correlación de fuerzas es favorable al chavismo, obliga a una retirada táctica para recomponer las debilitadas filas opositoras, en tanto hay objetivos superiores y más urgentes.

Mientras este trabajo de administración de recursos humanos y reingeniería en la nómina de los partidos políticos afiliados a la agenda de los halcones se adelanta, para lo cual ya se han devengado los recursos necesarios desde el Departamento de Estado, la mediocracia (la denominada «prensa libre») parece que asumirá la vanguardia en el frente político para mantener un clima favorable a la política estadounidense, una que, en tiempos de campaña electoral como los actuales, necesita de una línea de opinión «venezolana» que empuje la imagen pública de Trump como una figura que sí ha demostrado querer derrocar a Nicolás Maduro mediante sanciones paralizantes y destructivas, a diferencia de los timoratos demócratas.

El campo de batalla de las elecciones estadounidenses es la arena geopolítica en su totalidad, y allí se le otorga a Venezuela un lugar privilegiado.

Visto así, se confirma aún más el carácter subsidiario de la política venezolana en beneficio de la pugna de poder estadounidense: Maduro es la versión tropical del «socialismo» del Partido Demócrata, una especie de Bernie Sanders nacido en una barriada popular caraqueña, al cual Trump debe vencer heroicamente para salvar a Estados Unidos de una deriva parecida a la venezolana.

La línea de financiamiento anunciada por Abrams al partido mediático venezolano será un punto de apoyo importante para exacerbar este cuadro de polarización artificial a beneficio de la reelección de Trump, lo que incluye continuar legitimando las sanciones, la figura de Guaidó, pero también las agendas de desestabilización que pudieran madurar en esta primera etapa del año 2020, una vez la estructura gerencial del antichavismo sea reorganizada eficazmente (si tal cosa llega a suceder).

Porque Venezuela no es solo un objetivo geopolítico, es también una especie de circunscripción electoral articulada con la Florida, donde hay que invertir dinero en medios y publicidad. Y en ese marco hay que reperfilar las prioridades en torno al propio Guaidó. Esto quiere decir que si no fue útil para derrocar a Maduro, al menos podrá ser reutilizado para ejecutar los golpes de efecto que necesita el equipo de campaña de Trump, en aras de proyectar que su política contra Venezuela es efectiva para prevenir que el virus del socialismo se expanda.

La lógica del espectáculo que requiere esta operación político-electoral a escala regional no solo necesita salas de redacción y laboratorios de propaganda bien financiados, además de una cobertura 24/7 que relate el fracaso del socialismo y la «amenaza venezolana», también necesita la disolución (a la fuerza) de la competencia.

Y eso es Telesur: un competidor de altura al que hay que derribar, utilizando lo que le queda de vida útil a Guaidó para boicotear sus operaciones hasta donde sea posible.

La batalla por el relato

En términos políticos y comunicacionales, Telesur representó el pilar de la contraofensiva del presidente Hugo Chávez luego del golpe del 11 de abril de 2002, un golpe que se caracterizó por ser el primero de naturaleza y configuración mediática de la historia.

El shock del golpe hizo entender a Chávez que el campo de batalla comunicacional era decisivo en los nuevos métodos de golpe de Estado que estaba importando Washington desde Europa del Este para adaptarlos a la lógica latinoamericana.

Quedó bastante claro, luego de 2002, que el poder comunicacional de Estados Unidos estaba siendo utilizado como un brazo político para imponer un relato global e incontestable que legitimara las operaciones de cambio de régimen en clave de golpe suave.

Dicha posición dominante sobre la esfera de la información, potenciada a través de una concentración cada vez más aguda de los medios corporativos, representaba una ventaja política a la hora de blanquear crímenes, alterar los acontecimientos y desdibujar las agresiones contra el país víctima, haciéndolas pasar como cambios «democráticos» promovidos por la «sociedad civil».

Esto cambió significativamente con la fundación de Telesur en el año 2005. Muestra de ello fueron los intentos de golpe a los gobiernos progresistas de Honduras, Paraguay y Ecuador en su momento, o los múltiples amagues en distintos grados de violencia que hubo en Venezuela durante toda la primera década del siglo XXI y más adelante.

Cada uno de estos eventos políticos habrían quedado totalmente cerrados por el relato estadounidense de no haber sido creado Telesur, medio que logró rescatar la memoria latinoamericana del silenciamiento absoluto.

Que años después nos parezca hasta una obviedad que a Zelaya le dieron un golpe militar, que a Lugo lo derrocaron por la vía parlamentaria al igual que Dilma, o que el golpe a Evo Morales lleva por todos lados las huellas de Washington, no es un producto natural. El plan de Estados Unidos consistía en que la historia no se contara así, o que al menos no fuera de una manera tan masiva como para afectar su imagen pública.

Ahí están todas las razones para acabar con Telesur.

A finales del año pasado la región latinoamericana explotó en protestas contra los países vitrina del orden neoliberal. Como respuesta en un decisivo año electoral donde el «patio trasero» debe ser estabilizado para proyectar los beneficios que trae para la sociedad latinoamericana el predominio del capital estadounidense sobre la vida económica y social, Estados Unidos desplegó rápidamente el relato de que se trataban de protestas influidas desde el extranjero, siendo el centro neurálgico de este macabro plan, obviamente, Venezuela.

Pero esta narrativa impulsada por los medios corporativos ha demostrado ser ineficaz, por razones lógicas: los jóvenes chilenos no asisten constantemente a protestas a riesgo de perder los ojos y la vida, los colombianos no asumen el riesgo de movilizarse contra un Estado terrorista, o los bolivianos no salieron con palos y piedras frente a un ejército y una policía bien armada que derrocó a su presidente, porque desde Venezuela se les ordene que tienen que hacerlo.

Aunque el relato nos parezca inverosímil, eso por sí mismo no cambia nada: los mismos medios que justificaron que Irak fuera invadido tras acusaciones falsas de que tenía armas de destrucción masivas, son los mismos que intentan hacernos creer en la actualidad que la población de países con «economías modelo» se rebelan porque un país en crisis, sancionado y linchado moralmente día tras día como Venezuela, le gira plata e instrucciones.

La batalla por el relato sigue dándose en condiciones asimétricas, complicadas y en un marco de dificultad frente al avasallante cambio tecnológico de los medios de comunicación, información y redes sociales, dominadas a nivel gerencial por el poder occidental.

Pero el mensaje que han enviado a través de Guaidó es lo bastante claro: Estados Unidos desbloqueará nuevos niveles de violencia política y necesitan evitar que sea contado. Apagar la memoria.

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