Fabrizio Casari
* El sandinismo ayuda a configurar un modelo de gobierno y una cultura política que pueden ser tomados como ejemplo por todos aquellos países que, como Nicaragua, tienen en su independencia y soberanía el prerrequisito necesario para su emancipación.
Anunciada por la cumbre de los BRICS en Johannesburgo, confirmada por las conclusiones del G20 en Nueva Delhi, reiterada de forma aún más amplia por el G77+China que acaba de concluir en La Habana, la diferencia entre el Norte occidental liderado por los anglosajones y el Sur global está tomando la forma de confrontación.
Una confrontación entre dos modelos diferentes de economía, dos concepciones opuestas de la integración y la cooperación, dos visiones irreconciliables del modelo de gobernanza mundial que exhiben dos concepciones antitéticas de las relaciones internacionales y una lectura decididamente distinta y distante de los postulados fundamentales del Derecho Internacional y del papel que la organización planetaria de la comunidad mundial -las Naciones Unidas- debe desempeñar en su salvaguardia.
Esta comparación será susceptible de mayor profundidad precisamente en relación con las cuestiones de la transformación digital y la transición ecológica del sistema productivo, que, aunque reconocidas como necesarias para abordar la cuestión del cambio climático y la necesidad de políticas económicas ecosostenibles, tienen dos interpretaciones diferentes vistas desde el Norte y vistas desde el Sur.
No cabe duda de que, en una lectura simplificada del mapamundi, la heterogeneidad del Sur global es decididamente mayor que la del Norte occidental, que sin embargo presenta en su seno varias contradicciones, que pesan y crecen.
Pero es precisamente la heterogeneidad de las matrices culturales, políticas e históricas presentes en el Sur global lo que puede representar la mayor riqueza, ya que proporcionan vías de acceso a todos los países y comunidades que no encuentran barreras ideológicas o intereses de élites cada vez más ocultas y cada vez más feroces, como las que dirigen la llamada homogeneidad del bloque unipolar.
La composición de este nuevo bloque, ideológicamente indefinible si nos detenemos en las categorías políticas del siglo XX, se ve obviamente afectada por el peso específico de los gigantes que fueron sus creadores y que, aún hoy y en perspectiva, desempeñan un fuerte papel de liderazgo. Nos referimos obviamente a China, India, Rusia, Brasil y Sudáfrica.
Incuestionablemente, el orden de magnitud que representan en términos de peso político, económico y militar, así como desde un punto de vista estrictamente territorial y demográfico, no sólo permite, sino que en algunos aspectos exige, el desempeño de un papel protagonista en la organización de un frente que habrá de incrementarse. Pero las experiencias, aunque extraordinarias, de estos gigantes, no agotan el abanico de aportaciones políticas que deberán representar el marco ideal de este nuevo mundo en marcha.
América Latina, laboratorio por excelencia de doctrinas políticas fáusticas e inauspiciosas, tierra de recursos y valores inconmensurables y de importancia estratégica para cualquier hipótesis de cambio del orden internacional existente, tiene y tendrá su propio papel en la agregación de este frente multipolar alternativo al unipolarismo.
Aquí, países demográfica y territorialmente más pequeños, como Nicaragua, Cuba y Venezuela, son políticamente aún más motores desde el punto de vista del ejemplo y de los paradigmas políticos que sus respectivas historias han generado y codificado. No fue casualidad que el presidente de la República de Nicaragua, comandante Daniel Ortega, quisiera reiterar desde el podio del G77+China su total y absoluta solidaridad con Cuba. No sólo quería protestar y denunciar la enésima prórroga del bloqueo genocida firmado por Biden contra la isla socialista:
Quería subrayar el peso político y simbólico de dos naciones -Nicaragua y Cuba, precisamente- que han tenido la misma audacia victoriosa para generar y hacer avanzar una revolución antiimperialista en las narices del imperio y que se han encontrado y se encuentran, después de décadas, unidas ante la imperturbabilidad norteamericana.
Que, anclados en la cresta anacrónica del siglo XIX, vuelven a proponer mecánicamente políticas agresivas en respuesta a la autodeterminación política, que en Washington ven como un desafío pero que para Managua como para La Habana sigue siendo ante todo una opción necesaria e irreversible de libertad y autodeterminación.
La Doctrina de Managua
La historia de Nicaragua, como la de Cuba, es un recordatorio de que entre mediados y finales del siglo pasado, mientras la era de los bloques consumía las últimas posibilidades de convivencia pacífica, precisamente en lo que EEUU llama su “patio trasero”, pero que más educadamente los politólogos podrían denominar “esferas de influencia”, se consumaba una ruptura con los Acuerdos de Yalta, que fueron superados por dos procesos revolucionarios con veinte años de diferencia.
Perturbadores, extraordinarios en su eficacia y capacidad para volcar el tablero, esclarecedores en cuanto al ejemplo, se convirtieron en una pesadilla interminable para el imperio estadounidense, la muestra más visible de su poder teórico y su impotencia fáctica.
Esto ha afectado fuertemente a la percepción de EEUU, que querría aplastar bajo su talón todos los rincones del mundo, pero ni siquiera consigue hacerlo cerca de casa. Y, ya que la moda es establecer en preámbulo el agresor y el agredido, que conste que Nicaragua siempre ha sido agredida y vencedora.
Sobre todo, del imperio sufrió agresiones armadas a lo largo de su primera década revolucionaria, demostrando que el modelo supuestamente liberal y democrático no tolera otros modelos. En el siglo XIX importó esclavos, en el XX saqueó recursos, productos y mano de obra barata, ahora intenta apoderarse de las vías de comunicación y las tierras raras. Por tanto, es irrelevante adaptar su terminología a la actualidad, llamarlo imperialista o neocolonialista; invadió e invade, sanciona y sanciona, saquea y saquea: sus acciones depredadoras y genocidas no cambian.
Un destino sufrido por tantos países enfrentados a la voracidad imperial, pero que en el caso de Nicaragua cuenta una extraordinaria historia de resistencias y victorias que han ofrecido al mundo no sólo la historia de la epopeya sandinista, sino también elementos de teoría y acción política cuyo valor desborda absolutamente la medida de sus fronteras.
No se trata sólo del proceso de modernización y transformación del país llevado a cabo con una calidad y ritmo asombrosos, sino también de una acción de gobierno y gestión del poder político diferente a la presente en los regímenes liberalistas, tanto los de características reaccionarias como de los con pinta de progresistas. En Nicaragua, el gobierno tiene los poderes correspondientes y no sólo su fachada política.
No existe un Estado profundo que gobierne el gobierno. De hecho, mientras en los regímenes liberalistas lo que se promete electoralmente es succionado por los intereses de los grandes grupos financieros, las políticas monetarias en su apoyo siguen sus dictados, y la obediencia a los grupos hegemónicos internacionales de origen occidental deciden las políticas económicas, en Nicaragua prevalece la soberanía nacional y el principio de transmisión entre mandato electoral y ejercicio del poder no ve contradicciones.
La política gobierna y la economía se adapta, y no al revés: ejemplo de cómo la inversión de los paradigmas liberalistas es factible e incluso conveniente dados los resultados. Es aquí donde Nicaragua demuestra al Sur global que las doctrinas liberalistas son perjudiciales para el tan necesario desarrollo y que, aunque limitada geográficamente en una zona donde el mando unipolar se ejerce con mayor fuerza, se puede concebir un proyecto alternativo a las recetas imperiales.
Sobrevolando el mundo
La política exterior de Nicaragua refleja también una concepción bien exportable al conjunto del Sur global. Aunque inspirada en el respeto al sistema normativo internacional, se ejerce como un instrumento dedicado a los intereses nacionales, con conciencia de la existencia de dos niveles diferentes en las Relaciones Internacionales: el de la diplomacia y el de las alianzas.
El primero implica la cobertura integral de la política exterior: comunicación; intercambios diplomáticos y comerciales con diversificación de la cartera de importaciones y exportaciones; acuerdos bilaterales o multilaterales; participación activa en las asambleas de diálogo de la comunidad internacional.
Se ejercen relaciones amistosas y productivas con todos los miembros de la comunidad internacional, con absoluto respeto al derecho internacional y a los organismos encargados de garantizarlo. No se trata de una actitud pasiva o de tomar nota de lo existente: Managua no renuncia a elaborar o apoyar posibles enmiendas a estatutos y tratados con el fin de hacerlos más eficientes, también como consecuencia de las profundas transformaciones de un mundo en constante cambio.
La segunda, en cambio, tiene una naturaleza parcialmente distinta, porque incorpora lo dicho hasta ahora, pero añade un nivel más: el de una lectura políticamente afín; de una identidad ideológica y sistémica con elementos comunes; de unos intereses concretos -comerciales, políticos, tecnológicos y de seguridad- una concepción política e ideológica parecida, un reconocimiento de iguales enemigos e iguales amigos. Todo esto forma un nivel de relación profundo, con valor prospectivo y no contingente y que se mantiene cualesquiera que sean las condiciones contextuales.
En estos dos aspectos los gobiernos sandinistas han mostrado siempre una continuidad difícil de encontrar en otros lugares, sostenida en todo momento y en todas las situaciones, dando pleno sentido a la palabra solidaridad y proporcionando un ejemplo concreto de coherencia y fiabilidad. Estos aspectos no son ni mucho menos secundarios en el perfil de gobierno de un país y constituyen un importante patrimonio político, de intenso valor paradigmático, del que puede beneficiarse todo el Sur global.
Ayudan a configurar un modelo de gobierno y una cultura política que pueden ser tomados como ejemplo por todos aquellos países que, como Nicaragua, tienen en su independencia y soberanía el prerrequisito necesario para su emancipación. Porque por muy largos que sean los pasos que se den en dirección a la propia libertad, lo que importa es mantener firme la dirección y la intensidad de la marcha.