El repaso de la actividad de tres think tanks estadounidenses de alta factura, circulación e influencia dentro de los ámbitos de poder del gobierno estadounidense y del universo corporativo, en su quehacer y aproximación a Venezuela, revela que se está «produciendo» una línea de investigación, discusión y análisis en torno a Colombia y su relación con Caracas.
¿Hacia dónde pudiera encauzarse dicha relación? Los think tanks tienen esa pregunta en cuenta en todo momento. El asunto está sujeto, claro está, al rumbo que tome y las actuaciones que realice el actual gobierno de Gustavo Petro en Colombia.
EL LUGAR DE LOS THINK TANKS
A pesar de lo cacofónico, farragoso e incluso gracioso del acrónimo, el exanalista de la CIA y uno de los fundadores del grupo Profesionales Veteranos de Inteligencia por la Cordura, Ray McGovern, refiere a la estructura de poder que efectivamente moldea, diseña y toma las decisiones en Estados Unidos como MICIMATT, abreviatura en inglés del español «Complejo Militar-Industrial-Congresional-Inteligencia-Medios-Academia-Think Tank».
La abreviatura define en esencia lo que compone el llamado «Estado profundo»: las estructuras de poder no electas que no dependen de los ciclos comiciales para gobernar, ejercer peso, presencia, definición y operatividad dentro del Estado norteamericano.
Así, desde esa sinergia, queda claramente ubicado el lugar de los distintos think tanks en el proceso de creación de políticas, luego implementadas por alguna instancia del poder formal —bien sea la rama ejecutiva o la legislativa—, y cómo, también, sus actores y promotores circulan por el resto de eslabones que establecen el circuito de las letras que componen el acrónimo de McGovern.
Existen muchas competencias o áreas de estudio y diseño de políticas que los caracterizan, por ejemplo uno de tradición en materia de defensa y con fuerte vinculación con el Pentágono: Rand Corporation, desde donde pueden detectarse algunas recomendaciones y procedimientos que luego se emplean en teatros de operaciones o en el enfoque analítico que establecería el estado mayor conjunto del ejército o la burocracia de la Casa Blanca. En esencia, cuenta con los mismos esquemas de financiamiento y sistema de relaciones que cualquiera de los de alto nivel, pero ese se limita a dicha área de experticia.
Aparte del Rand, los de mayor prestigio, tradición e incluso longevidad se enfocan principalmente en política exterior y sus distintos campos conceptuales como comercio, energía, derechos humanos, migración y relaciones bilaterales —entre países particulares y Estados Unidos— o sobre la acción multilateral en los distintos foros políticos o comerciales.
Puede que en tal materia las organizaciones decanas en Estados Unidos sean el Consejo de Relaciones Exteriores (CFR, por sus siglas en inglés) fundado en 1921 y el Brookings Institution fundado en 1916.
Pero existe una «camada» que emergió tras el orden de postguerra a mitad del siglo pasado —otra forma de ponerlo sería en el marco de la Guerra Fría— que de suyo ha estructurado una tradición y un patrón de influencia, la cual en cierta medida, al igual que el CFR, se asume como no partidistas (non partisan) pero que en su propio reflejo ideológico, también como en gran medida el CFR, expresa la visión liberal que permea hoy en día la perspectiva de mundo generalizada dentro de los laberínticos pasillos del MICIMATT en Washington.
Los ejemplos más descriptivos de esto último podrían ser el Center for Strategic and International Studies (Centro para los Estudios Internacionales y Estratégicos, CSIS por sus siglas en inglés), el Atlantic Council (Consejo Atlántico) y el Woodrow Wilson International Center for Scholars (Centro Internacional para Académicos Woodrow Wilson —mejor conocido como el Wilson Center—.
Más a la derecha se encuentran también formaciones representativas como el American Enterprise Institute (AEI) o el Hudson Institute, por lo general explícitamente al servicio del Partido Republicano, por nombrar, junto a los de más arriba, los que tal vez representan el cúmulo principal y más conspicuo.
Sobre Venezuela han venido ocupando un sitial significativo en los últimos años, precisamente, los tres mencionados en el penúltimo párrafo. Que bajo una administración demócrata, como ahora, prevalezcan esos sobre los otros pone en entre líneas, precisamente, el presunto carácter «non partisan».
VENEZUELA POLICY MAKING
El CSIS, el Wilson Center y el Atlantic Council de diversas formas han puesto especialmente en la mira a Venezuela estos últimos años. Vale decir que ostentan sendos programas de estudios regionales —es una marca habitual— de todo el globo, por lo general alguno de sus fellows, invitados o especialistas de planta abordan algún elemento de interés coyuntural, en materia electoral o de recursos en el que glosan el tema específico sin mucha más consecuencia en lo inmediato, al menos en apariencia.
Sin embargo, desde el inicio del «ciclo Guaidó» hasta nuestros días, con énfasis durante el «interinato», varios indicadores parecieran señalar un especial rol o interés de estas formaciones en el caso Venezuela.
Esto podría obedecer a varios patrones, pero uno de ellos es disponer, bajo la misma mecánica del MICIMATT, y suplir líneas de acción a la aproximación que ha tenido la actual rama ejecutiva, de suyo errática, sobre Venezuela. A su vez, una explicación la podría ofrecer la lógica implícita que representaba Guaidó, primero dentro de la campaña de «máxima presión» que caracterizó los últimos años de la administración Trump y, en segundo lugar, la disonancia extrema que en sí mismo representa el “proyecto Guaidó” en la armonización del «orden basado en reglas», el mantra totémico no sólo de la actual administración sino de la propia visión de mundo del orden liberal, o de cómo se arrea el burro imperial en el actual contexto.
Otro elemento, no sólo respecto a Venezuela sino a la región, podría ser la correlación política regional, muy distinta al consenso de restauración que imperó desde 2015 hasta 2020, es decir más o menos desde la victoria electoral de Macri en Argentina a finales de año —junto a la debacle electoral en Venezuela en las legislativas— hasta, quizás, el retorno a la democracia en Bolivia.
Hoy en día este punto se acentúa luego de que el año pasado sujetos regionales de peso como Colombia y Brasil, palabras más palabras menos, también cambiaron de signo político —un desarrollo sobre esto se presenta más adelante—. Atrás queda el consenso operativo que significó respecto a Venezuela, y en cierta medida y por extensión a Cuba y a Nicaragua, lo que aglutinó el Grupo de Lima como instancia «multilateral» capaz de otorgarle esa cobertura a la regionalización de las acciones de cambio de régimen contra Caracas.
Sobre el plano energético de Estados Unidos, mas no de Venezuela, ejerce un peso específico —que insta a ejercer una nueva mirada— el evento de mayor incidencia global en lo que ha ido de 2022 y 2023 con sus respectivas reverberaciones: la guerra en Ucrania y la inyección de esteroides al régimen de «sanciones» contra la Federación Rusa que, a su vez, ha puesto en jaque la propia dependencia energética transatlántica.
Una revisión somera de la producción de estos tres think tanks labra algunos puntos mínimos consensuales que, al mismo tiempo, son expresados por la propia Casa Blanca, a saber: el reconocimiento del fracaso de las vías disruptivas para efectuar el cambio de régimen, el reconocimiento del principio de la vía electoral como mecanismo para instrumentar ese «cambio» y «transición», el foco específico sobre migración y «crisis humanitaria» —junto con las formas especulativas para soliviantarlas—, los distintos papeles de los sujetos de la «sociedad civil» como refuerzo de los desvencijados partidos y, por último, al menos abrir el compás de la discusión sobre la función y efectividad de las medidas coercitivas unilaterales.
Inevitablemente esto conduce hacia el intento de reencarrilamiento en función de situaciones realmente existentes, como los diálogos en México, uno de los puntos fundamentales para establecer, a despecho de las diferencias entre los distintos grupos y «especialistas», la interlocución gobierno-oposición.
Otros elementos confluyen: lo que estos tres think tanks entienden por oposición —fundamentalmente el G4, en particular los más devaluados por los fracasos de la «máxima presión»—, la no modificación sobre la representación del gobierno venezolano y el presidente Nicolás Maduro como dictadura, y realzar a modo de causantes de la crisis más la mala administración, el autoritarismo y la corrupción dejando, dependiendo del caso, en un segundo o segundísimo plano la responsabilidad de las «sanciones» en el deterioro económico, financiero y comercial de la República Bolivariana.
Este es el marco dentro de donde operan las tres instituciones estudiadas para este informe.
IMPACTO, INCIDENCIA, INTERROGANTES
Sosteniendo la premisa de lo errático de la aproximación en política exterior de la administración Biden con Venezuela, y adoptando como punto definitorio la urgencia energética producto de la guerra, en algunos casos las recomendaciones explícitamente se enfocan sobre el qué hacer en cuanto al petróleo y gas venezolano y los intentos de reinserción dentro del mercado; en otros, sin reconocerlo, se fortalece la necesidad del pretendido «cambio de paradigma».
Ejemplo de esto último es la manera como se signó un contrapunto entre el esquema de recomendaciones y el análisis de situación que presentó en diciembre el Wilson Center y la «hoja de ruta» que estableció «buscando un rumbo distinto» en el cual se establece con precisión el marco descrito en el apartado anterior. No obstante, a pesar del cambio del lenguaje y los significantes, por el modo de comprender el lado del gobierno y el chavismo queda claro que lo de «cambio de paradigma» no es más que un recurso de óptica y decoración.
Pero el cúmulo de palabras claves y campo conceptual que ahí se establecía parecía, al menos hasta finales de marzo, reproducirse en el modo de aproximación indirecta que se vertebraba en torno a la «agenda de conflicto» del momento, cuando las instancias gremiales prevalecían sobre las partidistas tradicionales, toda vez que parecía sugerirse que o bien mediante las primarias o bien a través de eso mismo se lograría recobrar cierto grado de entidad e incidencia, y también se abría la posibilidad de la aparición del llamado outsider si fracasaba la recomposición de los partidos de preferencia para Estados Unidos, sean Demócratas o Republicanos.
Sin embargo, estrictamente sobre el plano político, la aparente armonización entre el producto del Wilson y lo que venía ocurriendo en la política nacional venezolana y su relación con Estados Unidos pareciera haber sufrido un desvío, que más bien planteó un viraje, tanto en la atención como en el modo de actuar. Respecto a lo primero, la jornada anticorrupción gobierno adentro sencillamente borró del panorama cualquier otro expediente del momento, planteando la interrogante de hasta dónde, en realidad, los movimientos reivindicativos en torno al salario gozaban de, digamos, energía orgánica para existir.
Luego, en el plano de las relaciones internacionales, un nuevo enfoque que se alejó del suspenso de los elementos alrededor del diálogo y la negociación en curso, la impronta política de 2022, a partir de los resultados indirectos de la conferencia sobre Venezuela que tuvo cita en Colombia en abril.
Si el Wilson Center tuvo un rol, pudiera decirse, «protagónico» en la esfera de «thintanklandia» en el primer trimestre, mucho de la discusión pública, conclusiones y recomendaciones comenzó a pasar después principalmente a través del propio Atlantic Council.
Da la impresión de que la vía principal de entrada en el aumento del perfil y atención se debe principalmente al cambio de gobierno en Colombia y la ruptura de estabilidad en materia de obediencia absoluta que ha signado las relaciones entre Washington y Bogotá.
La llegada de Gustavo Petro al Palacio de Nariño de suyo despierta atención y no menos inquietudes a pesar de que, en líneas generales, no se trata de una radicalidad alarmante, aunque sí lo sea dentro del contexto político colombiano.
La principal controversia o punto de ansiedad para Estados Unidos, a todas luces, es la relación con Venezuela, y dentro de eso el proceso de normalización y —pecado capital— de cooperación y colaboración entre Caracas y Bogotá.
Esto pudiera explicar el fichaje de Geoffrey Ramsey como Senior Fellow en sus filas el pasado 6 de marzo. «Especialista» emergente, uno de sus méritos fundamentales es «controlar» una materia de estudio con un nivel por encima de la media de interés, involucramiento y constancia, algo que poco tiene de mítico y más de nicho en un mundo de expertos: no más que el esfuerzo burocrático de ser de las tres personas con habilidades para comunicar que ha estudiado a Venezuela en el «mercado» MICIMATT.
Previamente jugando para WOLA, en segunda división, y montado sobre la ola del surfeo think tanker, se consolida como referencia entre los pocos estudiosos sobre Colombia y Venezuela en la anglósfera. Que no el único, pero uno que ha tenido cámara, es de una nueva camada y continuamente ha promovido una posición moderada, pragmática, pronegociaciones, a favor de la aproximación de Estados Unidos hacia Venezuela desde una perspectiva «no ideológica».
Aquí no hay puntada sin dedal. El Atlantic es oficialmente el centro de pensamiento de la OTAN, Colombia uno de los «socios globales» de la alianza, y Bogotá la principal vía de penetración para incidir en la política venezolana sin las regulaciones estrictas de lo formal; o así había sido hasta la llegada de Petro y su, ahora, gabinete «en batalla».
Por todo lo antes mencionado la explicación intuitiva menos complicada sobre estos movimientos también puede relacionarse con las ventajas operativas que el propio Atlantic Council tiene en tanto a formato de producción de contenidos —más sintetizados, conferencias y discusiones audiovisuales breves y continuas— con un alcance y proyección superior al propio Wilson Center.
La visita de Petro a Estados Unidos el 20 de abril, y las acciones de su gabinete en los días subsiguientes, en particular de su canciller Álvaro Leyva Durán, coinciden con el aumento de ritmo que se sugiere de la «producción de ideas» y discusiones sobre Venezuela pero, sobre todo, del papel de Colombia respecto a Caracas como un conducto de importancia de las propias políticas de Washington.
Es en el marco de esa visita que el Atlantic crea el Grupo de Asesoría Colombia-Estados Unidos. Claramente, el vacío que hay sobre Venezuela en materia de una política establecida por las instancias de relaciones exteriores del gobierno estadounidense ya era extensivo a Colombia desde los tiempos del propio Iván Duque donde, al igual que con Venezuela, parecía prevalecer la inercia frente a otro actor político de la región que se involucró profundamente con los desmanes de la administración Trump. Lo errático también afecta lo que ocurre en la zona neogranadina. Y con Petro, al menos en principio, lo incierto.
Que el CSIS también maneje una aproximación similar, pragmática, pronegociación, «no ideológica» en busca de soluciones, operando también sobre la admisión implícita del fracaso en el modelo «máxima presión», sobre todo en los últimos dos años de una forma constante, más que describir un esquema competitivo alude al consenso relativamente general en política exterior sobre la presunta necesidad de «renovar».
El CSIS asumió en años anteriores una posición notablemente beligerante, a tono con el espíritu de época que antecedió al actual, cuando hasta a puertas cerradas se analizaron y discutieron las opciones militares contra Caracas.
Y en este punto es factible decir que la confluencia en el abordaje de estos tres grupos de pensamiento de alto nivel no refiere exactamente a un asunto de competencia sino a un consenso inevitable con un trasfondo geopolítico que, principalmente, toca puntos existenciales de Estados Unidos.
Esto, además, viene acompañado de un reflejo estructural dentro de la lógica organizativa y de participación tanto del Atlantic Council, el CSIS y el Wilson Center: Los programas de estudios e instancias asesoras. Tanto el CSIS como el Atlantic Council, dentro de sus respectivos programas regionales, ostentan distintos grupos exclusivamente dedicados a Venezuela y, en el caso del Atlantic, ahora Colombia. El CSIS, dentro del Programa de las Américas, cuenta con la «Iniciativa para el Futuro de Venezuela», mientras que el Atlantic Council, bajo el paraguas del Adrienne Arsh Latin American Center, tiene el Grupo de Trabajo para Venezuela y el programa de becas de estudio Venezuela Transatlantic Fellowship, que hasta ahora ha otorgado dos ediciones.
Ya en este punto se puede desprender una clave esencial del universo de los think tanks y el circuito en esencia endogámico del MICIMATT. En las tres formaciones se reúne una serie de académicos —en su mayoría grises—, operadores políticos estadounidenses de las instancias de decisión de poder y, en particular, políticos devenidos en académicos o propietarios de ONG, a quienes incluso podemos encontrar en dos think tanks al mismo tiempo.
Tomemos por caso José Ignacio Hernández, el «procurador» del «interinato Guaidó»: es fellow del Growth Lab y el Centro para el Desarrollo Internacional de Harvard pero, a la vez, afiliado tanto al Grupo de Trabajo para Venezuela del Atlantic Council como a la Iniciativa para el Futuro de Venezuela del CSIS.
Por otro lado, el Venezuela Transatlantic Fellowship reúne a miembros de gabinete o staffers del Congreso y del Senado estadounidense y del Parlamento Europeo. En el centro de este proyecto está la «cooperación transatlántica» para «promover una comprensión más profunda de la compleja crisis venezolana» además de «identificar políticas orientadas a la acción que pueden abordar los asuntos más resaltantes en torno a la crisis».