Esther Peñas
* Steinbeck no hablaba desde la barrera, se manchó las manos antes de escribir. Descubrió que el sueño americano lo es para unos pocos, a costa de otros muchos.
En los años 30, socavadas por el surco de la Gran Depresión norteamericana, miles de familias perdieron sus granjas y se convirtieron, en menos tiempo de lo que dura una siega, en vagabundos de la cosecha. Una sequía bíblica, las deudas contraídas con unos bancos que imponían condiciones draconianas para conceder sus créditos, el hambre y los desahucios inmisericordes obligaron a unos trescientos mil granjeros a abandonar sus tierras del Medio Oeste, para desplazarse rumbo a California, región próspera en la que abundaba la fruta y la miel. Buscaban lo que cualquier hombre en condiciones precarias. Un futuro mejor.
«No se necesita valor para hacer una cosa cuando es lo único que puedes hacer», dice uno de los personajes de Las uvas de la ira, la demoledora novela del Nobel de Literatura norteamericano John Steinbeck (California, 1902, Nueva York, 1968). Y cuando uno no puede elegir, cuando sufre una necesidad tal que está dispuesto a aceptar lo inaceptable, cuando dejarse explotar es lo único que se puede hacer, las raíces de la desigualdad se extienden por la sociedad como un perverso tablero que enfrenta a poseedores y desposeídos.
Steinbeck conocía el percal. No hablaba desde la barrera. Se manchó las manos antes de escribir. No le importó. En realidad, nunca nada que quisiera detenerlo en su compromiso de denuncia lo importó lo más mínimo. Descubrió que el sueño americano no es más que una distorsión, un espejo deformante de esos del Callejón del Gato que describiera Valle-Inclán en su esperpento. El Sueño Americano lo es para unos pocos, a costa de otros muchos. Se dio cuenta de la estafa, y decidió quedarse del lado de los perdedores, de las víctimas, de los fracasados, de los malditos. Y en él permaneció hasta su muerte.
En 1936, 26 años antes de recibir el Nobel, Steinbeck publicó siete reportajes en The san Francisco News sobre el éxodo de estos trabajadores agrícolas, nómadas a su pesar. El propio autor fue recolector de fruta en su juventud (fue muchas otras cosas). Reflejó en sus crónicas los miles de campamentos improvisados, las vejatorias e inhumanas condiciones que padecían los emigrantes, los vehículos destartalados que quedaban por el camino reventados por el uso y la sobrecarga, las historias de algunas de esas personas, enlodadas por el dramatismo y el desgarro, a partes iguales. La desigualdad entre quienes tenían y quienes, carentes de todo, suplicaban.
Esos reportajes son la semilla de Las uvas de la ira, que cuenta esa misma historia, encarnada en la familia Joad. La novela arranca con el regreso de Tomy, uno de los hijos que ha estado varios años en la cárcel por matar en defensa propia (vinculado por defecto de modo inolvidable a ese rostro atormentado de Henry Fonda en la película de John Ford). Encuentra a toda la familia reunida: sus abuelos, su tío, sus padres, sus cinco hermanos y su cuñado. Tienen hambre y ausencia de futuro. Deciden emigrar. No les queda otra.
A partir de ahí, la peregrinación va acumulando zarpazos: el abuelo muere a los pocos días; la abuela no remonta la pérdida y también fallece; el primogénito decide separarse del clan; el cuñado los abandona después de dejar embarazada a su esposa… «Hubo un tiempo en que estábamos en la tierra y teníamos unos límites. Los viejos morían, y nacían los pequeños, éramos siempre una cosa… éramos una familia… una unidad delimitada. Ahora no hay ningún límite claro», afirma en un susurro la madre.
Steinbeck piensa de otro modo la pobreza, la desigualdad. Para el norteamericano, la riqueza no es la acumulación, los beneficios del capitalismo, el despilfarro. La pobreza es no tener manera alguna de ganarse la vida, estar condenado a dejarse la piel a cambio de un mendrugo de pan mientras otros atesoran. «Supón que ofreces un empleo y sólo hay un tío que quiere trabajar. Tienes que pagarle lo que pida. Supón que haya cien hombres interesados en el empleo, que tengas hijos y estén hambrientos (…) ofréceles cinco centavos y se matarán unos a otros por conseguir el trabajo». Esto es la desigualdad según Steinbeck, en la boca de unos californianos que abusan de los emigrantes.
La familia Joad y las otras muchas que se suman a esta marcha agónica apenas consiguen dinero para comer una vez al día. Se mueven entre la miseria más absoluta, soportan con una dignidad casi incomprensible cómo a su paso sus compatriotas, movidos por el rechazo a los harapientos, a las bestias en las que la pobreza ha convertido a esos granjeros, incendian sus campamentos, destruyen las cosechan para que no las saqueen, los insultan y los exprimen. Esto es la desigualdad, según Steinbeck. Que los que tengan te expriman sin posibilidad de que escapes de esa hemorragia.
Pero el Nobel, que a pesar de todo supo dejar espacio siempre para la fraternidad (no en vano a su furgoneta la llamaba ‘Rocinante’, en honor al Quijote), coloca la solidaridad entre los que nada tienen, salvo la dignidad mencionada. Ellos se ayudan, se protegen, se sostienen. Inolvidable la última escena del libro, en la que vemos cómo la hija abandonada por su marido, cuyo bebé ha nacido muerto, le da el pecho a un hombre enfermo que agonizaba de hambre para salvarle la vida.
La familia Joad se convierte en el arquetipo de los desposeídos, de los desarrapados, de los despojados, de los que nunca heredarán la tierra. Los desplazamientos masivos incuban historias personales cuajadas de desolación, tragedia, desgarro. Las narraciones resultan angostas y estrechas en comparación con lo real. Lo real mata. Lo real siembra miedos, prejuicios, desprecio, crueldad, explotación, desahucios, deshumanización… desigualdad. En lo real aparecen las alimañas dispuestas a sacar provecho de la fragilidad, la miseria y la desesperación ajena. Supongo que esta historia les recuerda a muchas otras que ya apenas ocupan espacio en los telediarios.
(Por cierto, en la ciudad natal de Steinbeck, Salinas, a donde se dirigían muchos de estos emigrantes, le amenazaron de muerte, le hicieron la vida imposible, tuvo que emigrar de allí, y quemaron públicamente con cierta asiduidad sus obras, hoy, los descendientes de cuantos asentaron la desigualdad entre los hombres de aquellas tierras, construyeron un centro para honrar la memoria del escritor).