La orden que dio el presidente Donald Trump a su secretario de Estado de desclasificar miles de correos electrónicos de Hillary Clinton, además de la insistencia de que su fiscal general formulara cargos contra Barack Obama y Joe Biden, ubica a su presidencia en un nuevo territorio que, hasta ahora, ocupaban dirigentes como Putin, Xi y Erdogan.
Desde hace mucho tiempo, Trump ha exigido —de manera pública, y casi siempre en Twitter— que los miembros más altos del gabinete usen la autoridad de sus cargos para perseguir a sus enemigos políticos. Pero sus peticiones de esta semana, cuando salió mal en las encuestas y estaba ansioso por alejar el debate nacional del coronavirus, fueron tan descaradas que no queda otra opción que encontrar semejanzas con los países autoritarios.
El mandatario hizo algo que ni siquiera hizo Richard Nixon en sus días más aciagos: ordenar abiertamente que el gobierno tomara medidas directas inmediatas contra algunos opositores específicos, a tiempo para que fueran útiles en su campaña de reelección.
“Prácticamente, no existe precedente alguno”, señaló Jack Goldsmith, quien dirigió la Oficina del Consejo Jurídico del Departamento de Justicia en el gobierno de George W. Bush y ha escrito mucho sobre las facultades de los presidentes. “Después de Watergate, elaboramos una norma que dice que los presidentes no deben hablar sobre las investigaciones en curso, y mucho menos obstaculizarlas”.
“Es disparatado y no tiene precedentes”, afirmó Goldsmith, quien ahora es profesor en la Escuela de Derecho de la Universidad de Harvard, “pero no existe ninguna diferencia con lo que ha estado diciendo desde el inicio de su mandato. Lo único nuevo es que pasó de hablarlo a ordenarlo”.
La idea que tiene Trump de la presidencia siempre se ha inclinado a ejercer los poderes absolutos de un mandatario, una versión ampliada de la empresa familiar que presidió. “Existe un artículo II”, les dijo el año pasado a algunos adultos jóvenes en una cumbre de Turning Point USA, al referirse a la sección de la Constitución que habla sobre las facultades del presidente, “que me da el derecho de hacer lo que yo quiera como presidente, pero ni siquiera hablo de ello”.
Ahora, habla de eso casi todos los días. Está dejando en claro que los procesamientos, al igual que las vacunas para el coronavirus, no le son útiles si llegan después del 3 de noviembre. Ha afirmado, injustificadamente, que ya hay muchas pruebas de que Obama, Biden y Clinton, entre otros, estuvieron promoviendo las acusaciones de que su campaña tenía vínculos con Rusia, lo que él llama “la patraña de Rusia”. También ha presionado a su secretario de Estado para que acepte publicar más correos electrónicos de Clinton antes de las elecciones, con lo que retoma su obsesión a pesar de haberla derrotado hace cuatro años
Los historiadores dedicados a estudiar la presidencia afirman que, en la era moderna, no existe ningún caso en que el presidente haya usado sus facultades de una manera tan abierta para derrotar a sus oponentes, ni en que haya estado tan dispuesto a imitar el comportamiento de los dictadores. “En Estados Unidos, nuestro presidente casi nunca ha representado las escenas de balcón de los dictadores; eso lo dejamos para otros países que tienen sistemas autoritarios”, escribió en Twitter Michael Beschloss, el historiador de la presidencia, luego de que Trump regresó del hospital donde recibió tratamiento para la COVID-19 y se retiró el cubrebocas, con el riesgo de contagiar a otras personas, mientras saludaba desde el balcón de la Casa Blanca.
Hace mucho tiempo, los funcionarios de la Casa Blanca aprendieron a esquivar las preguntas sobre si el presidente considera que, en el fondo, sus poderes están más limitados que los de los presidentes autoritarios a los que con tanta frecuencia se refiere en términos de admiración, como Putin de Rusia, Xi Jinping de China, Recep Tayyip Erdogan de Turquía, mismos que tienen algo en común: el Departamento de Estado de Trump ha criticado a los tres por corromper los sistemas judiciales de sus países con el fin de perseguir a sus enemigos políticos.
“Nunca hemos visto nada parecido en una campaña electoral en Estados Unidos”, aseguró R. Nicholas Burns, ex subsecretario de Estado que ahora es asesor extraoficial de Biden. “Esto disminuye nuestra credibilidad; nos parecemos a los países que reprobamos por sus prácticas antidemocráticas antes de unas elecciones”.
“He trabajado para nueve secretarios de Estado”, señaló Burns. “No puedo imaginar a ninguno de ellos interfiriendo en las elecciones de manera tan descarada como lo estamos viendo ahora. Lo normal es que los secretarios de Estado se queden al margen de las elecciones. Si querían publicar los correos electrónicos de Hillary Clinton, podían haberlo hecho en 2017, 2018 o 2019. Es un abuso de poder de Donald Trump y de Mike Pompeo”.
Otro diplomático de carrera que fungió como embajador en Rusia y como subsecretario de Estado, William J. Burns, afirmó que lo que Trump había ordenado es “justamente el tipo de comportamiento que vi en los regímenes autoritarios con tanta frecuencia durante muchos años como diplomático estadounidense”.
“A la hora de hablar de la Rusia de Putin o de la Turquía de Erdogan, habríamos protestado y condenado esas acciones”, comentó. “Ahora, es nuestro propio gobierno el que las lleva a cabo”.
“El resultado”, señaló Burns, quien ahora es el presidente del Fondo Carnegie para la Paz Internacional, “es la destrucción de las instituciones del país y la profunda corrosión de nuestra imagen e influencia en el extranjero”.
En los casos actuales, no se sabe si Trump cumplirá su deseo, o si las personas que ha designado demorarán el cumplimiento de sus peticiones. Existen pruebas de que ya están buscando rutas de escape
Pompeo, el ideólogo más destacado del gobierno, el abogado leal más elocuente de Trump, se quedó claramente desconcertado cuando el presidente manifestó su molestia y dijo que “no le parecía” que el Departamento de Estado no hubiera publicado los correos electrónicos enviados por el servidor local de Clinton.
“Tú manejas el Departamento de Estado, publícalos”, señaló el mandatario en una entrevista de Fox Business esta semana. “Olvidemos el hecho de que eran confidenciales. Adelante. Tal vez Mike Pompeo finalmente los encuentre”.
Pompeo estaba en dificultades, aseguró el sábado uno de sus colaboradores: la queja sobre el servidor local de Clinton era que se corría el riesgo de divulgar correos electrónicos clasificados al no usar el sistema de correos electrónicos del Departamento de Estado —un sistema en el que Rusia ya se había infiltrado—, pero Trump estaba exigiendo que se publicaran en su totalidad. Unos días antes, había anunciado en Twitter que estaba usando sus facultades para desclasificarlos todos, sin ediciones.
Es evidente que Pompeo entiende el problema: es probable que, aunque los publique todos, no complazca al presidente. El año pasado, el propio inspector general del Departamento de Estado descubrió que, pese a que Clinton había corrido el riesgo de poner en peligro información confidencial, no manejó sus correos electrónicos de manera inadecuada, ni sistemática ni deliberadamente.
Es posible que William Barr enfrente un desafío todavía mayor para darle gusto al presidente. Ningún fiscal general desde John Mitchel, quien trabajó con Nixon y levantó cargos de conspiración contra los detractores de la guerra de Vietnam, ha sometido más al Departamento de Justicia en favor del presidente. Y el propio Nixon, aunque exhortó al Servicio de Impuestos Internos a que auditara a sus opositores políticos, no llegó a pedir públicamente que hubiera enjuiciamientos individuales. Sin embargo, en febrero, Barr le dijo a ABC News que Trump “nunca me ha pedido que haga nada sobre un procedimiento penal”. Al mismo tiempo, se quejó de que los tuits del presidente acerca del Departamento de Justicia “me imposibilitan hacer mi trabajo”.
Ahora, es evidente que el mandatario le ha pedido a Barr que actúe en un procedimiento penal… y no en una llamada telefónica discreta. Más bien, lo hizo en Twitter y en Fox News donde manifestó la profunda decepción que sentía en relación con su segundo fiscal general, por la misma razón por la que despidió al primero, Jeff Sessions: una lealtad ciega insuficiente