Fabrizio Casari
El 21 de febrero de 2022, el ejército ruso entró en las regiones ucranianas de Donetsk y Lugansk. La Operación Militar Especial comenzó con dos objetivos: el cese de los bombardeos de Kiev que desde 2014 tenían como objetivo a los habitantes rusoparlantes de ambas regiones (autoproclamadas independientes tras el golpe de Estado de Kiev) y que habían costado la vida a 15 mil personas; y la desnazificación de Ucrania, es decir, la eliminación de las organizaciones neonazis que ejercían un fuerte liderazgo sobre el gobierno, las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia de Kiev.
Rusia tenía buenas razones para considerar una grave amenaza el nazismo ucraniano en alianza con Estados Unidos y no podía actuar de otro modo, su seguridad nacional y su integridad territorial estaban en juego. Los intentos de golpe de Estado en Bielorrusia y Kazajstán – que en las intenciones de Washington debían cercar a Rusia – y las masivas maniobras militares de la OTAN a unos cientos de kilómetros de sus fronteras, aplicaban lo decidido en la cumbre atlántica de junio de 2021, donde los gobiernos de Moscú y Pekín fueron calificados de «enemigos» y su alianza de «influencia creciente que hay que contrarrestar».
Con Ucrania llegó la última y más pesada operación de ampliación hacia el Este y el Kremlin, consciente de lo que podía ocurrir, intentó entablar negociaciones con EEUU con el objetivo de un reseteo general de la seguridad mutua en Europa del Este, pero la Casa Blanca rechazó e incluso despreció las ofertas de Moscú.
Biden optó por el conflicto militar y Ucrania, que se había convertido de facto en un Estado estadounidense en el corazón de Europa, fue la cabeza de puente para llevar el desafío a Rusia. El objetivo era provocar a Putin, presionarle elevando la tensión hasta límites insospechados, poner a prueba su disposición a reaccionar con las armas y, llegado el caso, probar las capacidades militares rusas en un territorio cercano y limitado.
Los Estados Unidos no querían ningún acuerdo, ni siquiera el más ventajoso: querían la guerra. Creían que la respuesta militar rusa se vería limitada y frenada por la reacción política, militar, diplomática y económica occidental y por el enfrentamiento chino que aislaría y pondría de rodillas a Putin.
El interés de EEUU por la guerra
Pero, ¿por qué eligió Washington la confrontación armada? Por varias razones. EEUU quería una ruptura entre el mayor proveedor mundial de materias primas (Rusia) y la primera potencia financiera (la UE). Querían acabar con la hipótesis geopolítica que representaba Eurasia. Despotenciar a Rusia, reducir el tamaño de la UE, frenar a China: eran los objetivos. Querían reducir a Rusia a una potencia regional: con Putin había aumentado su peso económico, el valor de su aparato militar, su influencia política, y había retomado su papel histórico de gigante geopolítico y militar a escala mundial.
El acuerdo militar estratégico con China y el acuerdo financiero y comercial con Europa la situaba en una posición de fuerza y Europa – que abría a la Nueva Ruta de la Seda – se consolidaría económica y políticamente. Al mismo tiempo, el acuerdo de asociación estratégica con Moscú y los acuerdos de la Nueva Ruta de la Seda con Bruselas daban lugar al crecimiento de la influencia china en el viejo continente tras los grandes avances de su presencia en África.
Una pesadilla para Washington. Tal marco situaba a Estados Unidos ante la perspectiva de un fuerte recorte de su influencia política y económica y al reducir su papel en la gobernanza internacional. Detener el comercio ruso-UE era, por tanto, la forma de evitar esta perspectiva. Además, impedir la entrada de energía rusa en Europa habría reducido la riqueza rusa y quitar a la UE su energía barata obligándola a comprar gas a Estados Unidos habría anulado el diferencial a favor del euro sobre el dólar. Al mismo tiempo, exigiría la paralización de los protocolos europeos con China e intentaría desencadenar una especie de Afganistán en Europa para debilitar militarmente a Rusia.
En resumen, con la guerra Estados Unidos habría reducido el peso de sus tres competidores mejor equipados en la escena mundial. En última instancia, habría reafirmado la propiedad estadounidense de Ucrania, de donde extraía recursos alimentarios, minerales y manufactureros, además de utilizar su territorio para operaciones bacteriológicas de guerra secreta.
Washington consideraba de alto valor estratégico la guerra librada por los ucranianos en nombre de sus intereses. Los 37 laboratorios de guerra bacteriológica abiertos y gestionados por el ejército estadounidense en territorio ucraniano (y ahora casi todos en manos rusas) eran una parte decisiva de ellos. Según el Kremlin, el Pentágono ha financiado la modernización de al menos 60 laboratorios biológicos secretos a lo largo de las fronteras china y rusa, y Pekín afirma tener pruebas que demuestran que Estados Unidos tiene 336 laboratorios bajo su control en 30 Estados fuera de su jurisdicción.
Recordemos que los experimentos de ganancia de función, es decir, los estudios para modificar genéticamente un virus animal con el fin de convertirlo en un patógeno que pueda transmitirse de humano a humano, están prohibidos en EEUU desde 2014. En esto, Ucrania era pan comido: a los estadounidenses los resultados de los experimentos, a los ucranianos los riesgos de una posible contaminación.
Ucrania también atraía a Estados Unidos desde el punto de vista económico. Grandes reservas de gas y carbón, mayor reserva de hierro del mundo y luego uranio, titanio, mercurio, manganeso, amoníaco. Productor mundial de equipos de localización, exportador de turbinas para centrales nucleares, noveno en las exportaciones mundiales de productos de la industria de defensa. Pero, sobre todo, su agricultura es capaz de satisfacer las necesidades alimentarias de 600 millones de personas.
La adquisición de sus campos de cultivo no fue ciertamente un noble recuerdo para la soberanía ucraniana. Monsanto se hizo con las tierras, los derechos de explotación e incluso la financiación internacional de la producción que Ucrania exigía y Estados Unidos cobraba. Monsanto (ahora Bayer) posee la enorme parte de las tierras ucranianas obtenidas prácticamente gratis. Incluso en 2014 hubo una línea de crédito de 17 mil millones de dólares concedida a Kiev por instituciones financieras internacionales lideradas por el FMI y el dinero fue utilizado por Kiev para reiniciar los cultivos de Monsanto.
No hay mayor demostración de dominación imperial que un gobierno que recibe financiación que luego entrega a empresas extranjeras para que hagan acaparamiento de tierras en su país. Incluso algunos miembros de la administración Biden estaban directamente interesados en el conflicto: uno de los principales beneficiarios de los fondos estadounidenses para Ucrania es Raytheon, en cuyo consejo de administración figuraba el secretario de Defensa estadounidense, Lloyd Austin, antes de ser llamado por Biden a la Casa Blanca, y Hunter Biden (hijo del presidente) es el principal beneficiario de la minería en Ucrania.
En definitiva, sea por estrategias de dominación global, sea por saqueo de recursos, sea por uso militar en el enfrentamiento con Moscú, Ucrania ha sido y es cualquier cosa menos una guerra de principios, sino de intereses. Como dijo en el Congreso la congresista demócrata Cori Bush, «Estados Unidos ha dado más ayuda militar a Ucrania que a ningún otro país en las últimas dos décadas, y el doble del coste anual de la guerra de Afganistán, incluso cuando había tropas estadounidenses sobre el terreno».
¿Y ahora?
Dos años después, la situación sobre el terreno apunta a una victoria de Rusia. Militarmente, el éxito de Putin es irreversible: ha alcanzado ampliamente los objetivos que se había fijado con la Operación Militar Especial. Las pérdidas rusas, teniendo en cuenta que lucha contra un enemigo apoyado por 31 países, han sido importantes, pero de cierta manera contenidas. Moscú no quería la destrucción de Ucrania ni apoderarse de ella y ha optado por un modo de guerra de baja-media intensidad que no ha supuesto la destrucción del país, salvaguardando a la población civil y las infraestructuras, lo que es más costoso en términos de efectivos a desplegar.
En el plano estratégico, Occidente, que apostaba por la superioridad militar de la OTAN, se ha equivocado, mientras que Moscú ha reiterado lo que ya había demostrado en Siria, a saber, una capacidad militar inigualable sobre el terreno que ahora le pone en condiciones de negociar el fin de las hostilidades desde una posición de fuerza. La entrada de Kiev en la UE ya está decidida, pero su ingreso en la OTAN sigue siendo un obstáculo para una posible solución política, aunque tardará más de diez años en reconstruir su ejército, que era el 21º del mundo en efectivos.
Moscú conservará las regiones conquistadas y procederá a una mayor des nazificación de Ucrania, sin verse amenazado a menos de setecientos u ochocientos kilómetros, y menos aún por ucranianos y bálticos (no menos nazis que los ucranianos). La nueva configuración de la OTAN empujará al Kremlin a reforzar su base de Kalinigrad y a aumentar el nivel de su aparato militar en el Báltico. Controlando el corredor de Suwalki – que conecta el óblast con Bielorrusia y es el único paso terrestre entre Polonia y los países bálticos – podría aislar de un plumazo a Letonia, Estonia y Lituania e imponerse rápidamente a Varsovia.
La victoria de Moscú también esboza el alcance político y económico de la derrota occidental. Las predicciones de que la economía rusa se hundiría han quedado desmentidas. Sólo 52 de los 194 países miembros de la comunidad internacional se han adherido a las sanciones contra Moscú, mientras que los gigantes del mundo – China, India y Pakistán – han aumentado sus compras y lo han hecho en rublos y no en dólares o euros, lo que también ha permitido que la moneda rusa se mantenga estable.
Incluso sin relaciones económicas con la UE y Estados Unidos, Moscú vuelve a tener este año el mayor índice de crecimiento de toda Europa, desde el Atlántico hasta los Urales. Pero el aspecto más importante es el crecimiento de su papel político a escala planetaria, que puede medirse en el liderazgo que ejerce tanto en el grupo BRICS como en la OCS y en las diversas organizaciones regionales de las que es miembro.
La relación con China, que Occidente creía en crisis, parece haberse fortalecido, y la cooperación estratégica de carácter militar se ha sumado a un aumento significativo de los intercambios comerciales, con una interdependencia mutua y no a favor de Pekín como se esperaba en Bruselas y Washington. Su papel diplomático ha crecido, mientras que la Unión Europea, que ha estado lanzando amenazas y ultimátum, paquetes de sanciones y hostilidad política, ha quedado reducida a su nivel más bajo de influencia internacional.
¿Hay motivos para albergar esperanzas sobre la apertura de negociaciones? Todo el sistema político y mediático ve su necesidad, dado que Kiev está al límite de sus fuerzas y las finanzas europeas aún más. El paquete de ayuda de 50.000 millones de euros que acaba de presupuestar la UE parece ser el canto del cisne de la exaltación guerrera de Bruselas, que sabe perfectamente que habrá que llegar a un acuerdo marco con Rusia antes del inicio de la campaña presidencial estadounidense.
En apoyo de la hipótesis de la negociación está que el mayor fondo de cobertura del mundo, Blackrock, (ocho billones de dólares en su cartera) y cuya influencia en la política estadounidense es célebre, trabaja en la recaudación de fondos para la reconstrucción posbélica de Ucrania. Las estimaciones más modestas para ponerla de nuevo en pie hablan de 350 mil millones de dólares, las más sólidas de un billón. Para Blackrock sería uno de los negocios más colosales de esta década y, ante esta perspectiva, no hay comparación con el fervor europeo.
Al fin y al cabo, algunos objetivos (ruptura entre Rusia y la UE) se han alcanzado. Moscú está lejos de Occidente y cada vez más anclado en Oriente. Que esto sea una ventaja para el dominio unipolar en el plano estratégico es otra idiotez de los pensadores estadounidenses, capaces de equivocarse en todo y repetirlo. Tras dos años de guerra, la aventura de la OTAN en Ucrania dibuja una nueva derrota militar para una Alianza que el relato presenta como invencible pero que sigue perdiendo en todos los teatros en los que participa, de Afganistán a Siria pasando por Ucrania.
Se rinde a la resistencia e incluso el crecimiento de una Rusia por la que Occidente apostaba para entrar en crisis terminal y de una Unión Europea que al mostrarse como arrodillada a las órdenes de EEUU ha concluido su misión de ordenadora internacional con un fracaso político. Entre gastos militares y ayuda a Kiev, Occidente ha gastado hasta ahora más de 400.mil millones de dólares y casi 500 mil muertos y, si tiene suerte, obtendrá lo que Rusia estaba dispuesta a conceder antes del conflicto.