Ucrania, fin del juego

 

Fabrizio Casari

La autorización otorgada por Biden a Ucrania para el uso de misiles estadounidenses de medio alcance, capaces de alcanzar el territorio de la Federación Rusa, aparte ser una orden de un presidente ya saliente a otro ya vencido, ha sido un intento de condicionar gravemente la iniciativa política de la nueva administración Trump, elevando a nivel global la guerra entre Rusia y Ucrania. Esto, sin embargo, deja en evidencia que, detrás de las fáciles reconstrucciones periodístico-políticas, nos enfrentamos a una guerra entre la OTAN y Rusia.

La escalada promovida por Biden coloca a Ucrania frente a un escenario militar inevitablemente más duro de lo que ya era, porque es evidente que los rusos, ante nuevos ataques con misiles ATACMS estadounidenses o Storm Shadow británicos, responderán con nuevos lanzamientos. En caso de que los misiles estadounidenses golpeen a la población civil, se puede prever que el mismo destino afectará a Ucrania y podría involucrar incluso a los propios países de la OTAN. Por lo tanto, las posibles repercusiones, considerando la negativa rusa a comprometer su seguridad, podrían extenderse a nivel global.

La decisión insensata de Biden, preocupado también por lo que podría sucederle a su hijo Hunter cuando Trump solicite a Kiev la documentación sobre sus negocios turbios con el régimen nazi, liderado primero por Poroshenko y luego por Zelensky, durante algunos días estimuló a los habituales expertos militares de las redacciones de los medios convencionales, que no tardaron en unificar sus argumentos sobre la imaginaria contraofensiva ucraniana.

Sin embargo, los entusiasmos atlantistas fueron de corta duración. Bastó con el lanzamiento de un misil hipersónico ruso llamado Oreshnik, para romper la monotonía de los análisis unilaterales con el giro decisivo que representa para el conflicto. Este misil demostró a los ucranianos, a la OTAN y al mundo entero que, a regañadientes, la estrategia militar del Kremlin tuvo que sufrir ciertas modificaciones necesarias para garantizar la seguridad nacional rusa y la integridad territorial de toda la Federación.

El debut del Oreshnik en el campo de batalla fue el ataque ruso contra una fábrica de armas ucraniana en Dnipro, llevado a cabo en respuesta al ataque de la OTAN con seis misiles ATACMS y Storm Shadow lanzados un día antes. La diferencia es que todos los misiles de la OTAN fueron interceptados y destruidos en vuelo por los sistemas de defensa rusos S-300 y S-400, aunque los fragmentos de uno de ellos impactaron en una instalación rusa, causando un incendio. Por otro lado, el misil ruso alcanzó su objetivo, y la fábrica de armas y tecnología misilística quedó completamente destruida.

No hay duda de que la entrada en escena de este nuevo misil ruso de medio alcance está destinada a influir profundamente en el escenario militar, y por ende también político, del conflicto. Por ello, hay algunas consideraciones técnicas a tener en cuenta. El Oreshnik, heredero del misil balístico intercontinental RS-26 Rubezh, representa una evolución de los ya temibles Iskander y Kh-101.

Tiene un alcance de entre 2.500 y 5.000 km, y puede modificar su altitud y trayectoria durante el vuelo. Puede transportar ojivas convencionales y nucleares y vuela a una velocidad de Mach 10, es decir, 12.000 km/h (2,5-3 km por segundo), lo que inhibe cualquier posible reacción defensiva. Ni siquiera los sistemas de defensa aérea más modernos y sofisticados del mundo son capaces de interceptarlo, salvo, quizás, el sistema ruso S-550.

Su extrema peligrosidad radica en su capacidad para lanzar múltiples ojivas nucleares al mismo tiempo, que se dispersan en forma de paraguas en la fase final antes de impactar en el objetivo. En palabras de Konstantín Sivkov, vicepresidente de la Academia Rusa de Ciencias de Misiles y Artillería, “estos misiles son nuestro mensaje militar y político a los países que no son nuestros amigos”.

No es casualidad que Kiev, a pesar de haber recibido misiles Patriot, interceptores franceses y británicos, haya advertido que no puede interceptar los Oreshnik. El hecho de que las baterías antimisiles sean gestionadas por personal de la OTAN en Ucrania y Polonia, demuestra que no se trata de una limitación militar del ejército ucraniano, sino de una incapacidad estructural de la OTAN para detenerlos.

Para confirmar la importancia táctica del vector, los estudios de diseño han sido clasificados como ultrasecretos y, hasta ahora, ni siquiera se había comunicado su existencia a los medios de comunicación ni a los socios de Moscú. Por lo tanto, no será ni sencillo ni rápido encontrar sistemas que los contrarresten o al menos reduzcan su efectividad.

Putin fue claro: “Moscú está desarrollando misiles de medio y corto alcance como respuesta a los planes estadounidenses de producir y desplegar misiles de medio y corto alcance en Europa y en la región Asia-Pacífico. Consideramos que los Estados Unidos cometieron un grave error al destruir unilateralmente el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio en 2019 bajo un pretexto inventado”.

Moscú había anunciado el fin del desarrollo de este programa en 2018, pero cuando los Estados Unidos decidieron unilateralmente abandonar a los europeos, anulando el acuerdo sobre misiles de medio alcance en Europa, Rusia reanudó el proyecto con la clara intención de prepararse para ataques de la OTAN con misiles de alcance continental. En este sentido, el mensaje de Moscú no solo está dirigido a Biden, sino también a Trump, quien fue el Presidente que retiró a los Estados Unidos del Tratado bilateral con Rusia en 2019.

El resultado es que hoy, frente a la escalada impuesta por los Estados Unidos a la OTAN y a Rusia, la entrada en acción del Oreshnik consolida definitivamente la supremacía militar rusa, una supremacía ya demostrada en estos tres años de guerra y subrayada en los últimos meses por un avance significativo de las tropas de Moscú en territorio ucraniano, del cual casi el 30% está ahora bajo control ruso.

Es inútil esconderse detrás de un dedo: con el Oreshnik, Moscú quiso enviar un mensaje válido para todos sus enemigos, y en particular, para los europeos, algunos de los cuales, tanto en la Comisión Europea saliente (Borrell entre ellos) como en la entrante, así como Rutte, sucesor de Stoltenberg como Secretario General de la OTAN con sede en Bruselas, parecen decididos a continuar con la hostilidad política y la amenaza militar hacia Rusia. El mensaje es claro y no deja espacio para interpretaciones: ¿Europa realmente cree que los Estados Unidos estarían dispuestos a arriesgar su propia supervivencia para acudir en ayuda de los europeos? ¿Y si lo hicieran (lo que se duda profundamente), sería suficiente?

Bruselas tiene claro cuál es la capacidad defensiva y ofensiva de Moscú, y sabe que ni siquiera el arsenal nuclear angloamericano y francés sería capaz de garantizar la seguridad del Viejo Continente. Las modificaciones introducidas en la Doctrina de Seguridad Nacional rusa, que contemplan el uso de armas nucleares incluso tras un ataque convencional, colocan a la UE ante la certeza, y ya no el riesgo, de convertirse en un gigantesco blanco para las ojivas rusas.

En este contexto, el equilibrio militar táctico y estratégico de Europa, entendida globalmente desde el Atlántico hasta los Urales, deberá ser actualizado. Esto solo será posible mediante un nuevo tratado de seguridad continental que represente las legítimas y recíprocas necesidades de todos los actores, como única forma de disuasión viable ante un posible conflicto global. Ucrania podrá integrarse en la UE, pero no en la Alianza Atlántica; deberá ser desmilitarizada y su función no podrá ser otra que la de un estado tapón que separe a los países de la OTAN de Rusia. Sobre esta base, y solo sobre esta, será posible volver a hablar de paz y de Eurasia.

Obviamente esto implica reconocer lo que señala la realidad sobre el terreno ucraniano: Rusia ha consolidado Crimea, ha conquistado todo el Donbás y se ha demostrado el fracaso, tanto político como militar de la OTAN, que pretendía infligir una derrota estratégica a Rusia y marginarla del escenario internacional mediante el desencadenamiento de una crisis política destinada a fragmentar la Federación Rusa en pequeñas regiones sin peso regional alguno. La realidad muestra, en cambio, que Ucrania es un estado fallido y partido en dos y que Rusia – además de contar con un vasto territorio – es más sólida económicamente, más influyente política y diplomáticamente, y más fuerte militarmente de lo que era en 2021.

La OTAN, por su parte, ha sufrido una derrota en Ucrania que se suma a las de Siria y Afganistán, al menos en los últimos cuatro años. Un proyecto fallido que ha costado cientos de miles de vidas y ha generado una contracción económica que ha afectado principalmente a Europa, todo ello en un intento de frenar el retroceso de Estados Unidos en su liderazgo político global. El resultado de este fracaso se refleja en los escombros de las ciudades ucranianas.

Además, las recientes modificaciones en el escenario militar, empeoradas por la entrada en escena de los nuevos misiles hipersónicos rusos, podrían y deberían ofrecer a Washington la oportunidad de poner fin a una guerra que nunca podrá ganar y que jamás debió haber comenzado.