Renán Vega Cantor | Rebelión
La prosperidad de Estados Unidos siempre se ha medido por el dolor y la muerte que produce, tanto fuera como dentro de su propio país.
“¡Mata! ¡Mata! ¡Mata! Matar sin misericordia es el espíritu de la bayoneta”. (Canto de los soldados de Estados Unidos en Vietnam).
Estados Unidos ha vuelto a ser grande, gracias a Donald Trump, como lo confirma la cifra de 200 mil muertos por coronavirus. Esta cifra en la primera potencia del mundo adquiere significado si se compara con los muertos que Estados Unidos ha tenido en algunos de las guerras que ha librado: en la Primera Guerra Mundial 116.516; en Vietnam, 58.220; en Corea, 36.574; en Irak y Afganistán, 7000. Nunca había alcanzado la cifra de 200 mil muertos, pero ahora Donald Trump lo ha logrado, en un país que representa el 4% de la población mundial y donde se alcanza el 20 por ciento de los muertos por la pandemia en el orbe.
Que la grandeza de Estados Unidos esté relacionada con la muerte no es extraño. Es en realidad una característica de su sanguinaria historia, porque sus éxitos desde la misma independencia, en 1776, se miden en el número de muertos que les causa a los que declaran sus enemigos. Por eso, uno de sus mitos fundadores, el Far West (Lejano Oeste), es el culto a la muerte y a los asesinos entronizados como héroes populares, siendo uno de sus grandes logros el genocidio de los pueblos indios. No por azar, Teodoro Roosevelt, presidente de Estados Unidos (Premio Nobel de la Paz) dijo: “No me atrevería a decir que los únicos indios buenos son los indios muertos, pero sí nueve de cada diez, y preferiría no tener que investigar muy detenidamente el décimo caso”.
La población negra ha sido asolada por la esclavitud, el racismo, la explotación y la discriminación a lo largo de la historia de los Estados Unidos, hasta el día de hoy. En el siglo XIX, el linchamiento de negros era el deporte preferido de gran parte de la población blanca de los Estados Unidos. Entre 1877 y 1950 fueron linchados 4,500 negros, en un espectáculo público al que asistían los blancos llevando consigo a los niños pequeños. Un solo hecho es ilustrativo: el 23 de abril de 1899 fue linchado un negro en Georgia, evento al que asistieron unas 2,000 personas. A Sam Hose, como se llamaba el desafortunado hombre negro, se le desnudó, encadenó a un árbol, le cortaron las orejas, los dedos y los genitales. Luego lo rociaron con querosene y lo quemaron vivo. Como si faltara algo, los asistentes le extrajeron el hígado y el corazón, los despedazaron y se lo repartieron entre sí como un trofeo. Nadie se tapaba el rostro ni ocultaba su identidad, porque esta práctica bestial era tolerada y admitida como normal. Al fin y al cabo, ese culto a la muerte forma parte de la grandeza de los Estados Unidos.
Luego estas prácticas asesinas empezaron a ser exportadas al mundo entero, a donde quiera que llegaba el “modo americano de muerte”. El primer lugar donde se experimentaron a vasta escala fue en las Filipinas, que Estados Unidos asoló con una guerra de ocupación y sometimiento brutal que produjo un millón de muertos entre 1899 y 1902. En esa guerra se hizo tristemente célebre el general Jacob Smith quien dio esta orden a sus soldados: “No quiero prisioneros. Maten y quemen, cuanto más maten y quemen más satisfecho estaré” y decretó que fusilaran a los habitantes que tuvieran más de diez años para que no se convirtieran en rebeldes.
La matanza de quince mil filipinos en Manila en 1899 fue justificada por el Chicago Tribune de esta “humanitaria” forma: “Toda la población estadounidense justifica el comportamiento de su ejército en Manila, porque nuestra posición en las islas no se puede asegurar si no es rechazando y machacando a los filipinos. Nosotros somos los administradores de la civilización y la libertad en todas estas islas”.
Después de Filipinas, estas prácticas asesinas de las tropas de los Estados Unidos se convirtieron en la regla, a nombre de su pretendida superioridad y de ser portadores de la civilización occidental y cristiana y de los idearios de democracia, justicia, libertad y, después, de derechos humanos.
Solo recordemos dos datos adicionales. En el año de 1971, John Kerry, quien luego sería Senador y candidato presidencial, denunció lo que hacían las tropas de Estados Unidos en Vietnam, una realidad que él conocía porque había estado allá como oficial. Afirmó que los soldados de su país habían “violado, cortado cabezas, fijado cables de los teléfonos portátiles en los genitales de sus prisioneros para luego encenderlos, mutilado, dinamitado cuerpos, disparado indiscriminadamente contra los civiles, saqueado y arrasado pueblos … y además han destruido el país de un modo muy particular, gracias al potencial de bombardeo que ha desplegado nuestra nación”.
En 1991, durante la primera guerra del Golfo, los días 24 y 25 de febrero las excavadoras de los Estados Unidos enterraron vivos en sus trincheras a miles de soldados de Irak. Fueron aplastados brutalmente al estilo estadounidense, porque según un testigo: “Teníamos ya miles de prisioneros, por lo que llegó la orden de que resultaba peligroso que nuestros hombres capturasen a más. Y allí había tantos de una sola tacada… Nadie sabe cuántos de esos soldados estaban intentando rendirse”. El coronel Antony Moreno describió las cosas de esta forma: “Lo que se podía ver era un montón de trincheras sepultadas, con brazos y piernas que salían por todas partes. Por lo que yo sé, debimos de matarlos por miles”.
Siempre en todos estos casos se muestra la grandeza de los Estados Unidos a través del culto a la muerte, se contabiliza el éxito estadounidense a partir del recuento de muertos de los que son considerados enemigos, en lo que se llama el body count, esto es, medir los logros en litros de sangre.
Luego de masacrar indígenas, negros, filipinos, vietnamitas, iraquíes, entre muchos de los pueblos que han tenido que soportar la criminalidad Made in Usa, en Washington y Nueva York los asesinos son recibidos como héroes, se les aplaude e idolatra, porque ellos muestran la grandeza del Tío Sam y porque esos heroicos soldados han llevado la democracia y prosperidad a pueblos barbaros y atrasados. Un ejemplo lo ilustra. En 2003, la revista Time escogió al “soldado americano” como personaje del año, con este argumento: “Barrieron Irak y lo conquistaron en 21 días. Prestan vigilancia en unas calles en las que abundan el escepticismo y el rencor. Han capturado a Saddam Hussein. Son el rostro de América, son su fuerza y su buena voluntad, y ello en una región que está acostumbrada a la democracia”. Pues en ese país, la democracia al estilo estadounidense costó la friolera de un millón de muertos, un costo humano que valió la pena, según Madeleine Albright, Secretaria de Estado del gobierno de Bill Clinton, como forma de mostrarle al mundo la grandeza de Estados Unidos.
Por todo lo anterior, qué duda cabe que Donald Trump, cuyo lema central ha sido Make America Great Again (Estados Unidos otra vez grande), está cumpliendo su promesa, si tenemos en cuenta que la prosperidad de Estados Unidos siempre se ha medido por el dolor y la muerte que producen, tanto fuera como dentro de su propio país. Hasta el momento es una grandeza que se mide en 200 mil muertos de COVID-19, cifra que irá aumentado para satisfacer la sed insaciable de muerte que caracteriza a los Estados Unidos, que es como un incansable vampiro que necesita sangre humana para sobrevivir.