Casos de lawfare contra la izquierda en Latinoamérica

Desde 2015, Latinoamérica ha ido sufriendo un viraje gradual hacia la derecha en el espectro político, luego de pasar más de una década con gobiernos de izquierda de diversos pensamientos y corrientes. La derecha poco a poco ha ido retomando el poder en la región, valiéndose de algunos errores de la izquierda, pero sobre todo usando a corporaciones mediáticas para magnificar dichos errores e inventar otros. A esto se suma siempre una oferta electoral fraudulenta en la que proponen cambios y mejoras, pero que siempre terminan beneficiando a los grandes capitales.

Recientemente, el Foro de Sao Paulo alertó y condenó este comportamiento reaccionario de los gobiernos de derecha en la región, que disfrazado bajo supuestas acciones de justicia ante actos de corrupción, realmente buscan eliminar los liderazgos de dirigentes de izquierda que gozan de gran popularidad y que suponen grandes riesgos para los intereses del capital en la región. Es lo que se conoce como lawfare, aplicar la justicia con intereses políticos.

“Seguimos en pie de lucha ante los efectos de una ofensiva reaccionaria, conservadora y restauradora neoliberal de las élites mundiales” impulsadas por “el capitalismo del Gobierno de los Estados Unidos, sus aliados y las clases hegemónicas“, afirmó la secretaria ejecutiva del Foro, Mónica Valente.

Por su parte, el excanciller de Ecuador, Ricardo Patiño, calificó de persecución política y judicial a lo que actualmente ocurre en los países donde la derecha ha logrado sacar del gobierno a los gobiernos progresistas. A continuación 7 casos que evidencian esta persecución, cuyo objetivo no es más que garantizar la erradicación todo aquello que atente contra los intereses de los grandes capitales.

Dilma Rousseff fue destituida de la presidencia de Brasil en 2016 por supuestamente “maquillar cifras”, luego de firmar tres decretos que permitían pagar deudas y proyectos sociales que se tenían previstos en el presupuesto nacional. Esto sirvió para acusarla por “delitos de responsabilidad”, tipificados en la Ley de Impeachment de 1950, debido a que supuestamente incurría en “nuevos gastos” que debían pasar por el Congreso brasileño para ser aprobados.

Uno de los argumentos que tumba dicha acusación es que para poder poner en marcha esos decretos, primeramente son los funcionarios expertos de Hacienda quiénes inician los trámites y quienes están en conocimiento de los tecnicismos legales. Posteriormente pasan por un sistema electrónico que en caso de incurrir en alguna prohibición o contradicción con la ley, jamás podrían llegar a la última instancia, es decir, la presidencia del país en donde serían aprobados o refutados.

Valiéndose de tecnicismos, que en ningún caso se convirtieron en pruebas contundentes, los congresistas impulsaron el impeachment; “paradójico” tomando en cuenta que muchos de estos legisladores están bajo investigación o han sido enjuiciados posteriormente por graves crímenes de corrupción y malversación de fondos públicos como Eduardo Cunha y Renan Calheiros. Otra incongruencia es que la Ley del Impeachment es una vieja ley que entra en contradicción con la vigente Constitución de 1988, máxima ley de la República; en términos legales, es la Carta Magna la que dictamina qué hacer debido a que está por encima de todas las demás legislaciones.

Otro dato “curioso” es que Michel Temer, actual presidente de Brasil desde 2016 (sin obtener voto alguno), no hizo nada para defender a su supuesta aliada. Además, pese a estar vinculado a diversos escándalos de corrupción, (peores que los que le achacaron a Dilma y le “costó” la presidencia), no ha enfrentado ningún juicio por ello, ni mucho menos acusaciones desde el Congreso, tan preocupado por la lucha anticorrupción. Es más, desde el sistema judicial le echaron una mano para detener varias averiguaciones como por ejemplo el escándalo que generó una grabación en la que Temer conversa con uno de los dueños del gigante cárnico JBS, Joesley Batista, avalando la compra del silencio del exjefe de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, en las investigaciones de Lava Jato.

Otro caso, Luiz Inácio Lula da Silva, el antecesor de Dilma Roussef, está recluido desde 2018 bajo prisión preventiva, algo que viola la propia Constitución brasileña, que señala que ninguna persona podrá ser privada de libertad sin una sentencia absolutamente firme, como es el caso de Lula, quien enfrenta un juicio a todas luces parcializado y viciado de inconsistencias. No lo dice el periodista que escribe estas líneas, sino una gran cantidad de especialistas en la materia y organismos de diversa naturaleza como abogados, docentes universitarios, sociólogos y expertos en jurisprudencia.

Entre las principales inconsistencias está, nada más ni nada menos, que no existen pruebas de que Lula haya aceptado ser beneficiado con un apartamento como soborno por parte de la constructora OAS. El juez Sergio Moro (que suele reunirse y frecuentar fiestas de la derecha brasileña, además de ser acusado por otro juez por torturar a detenidos) no ha podido probar su acusación porque lo único que existe es la palabra del exdirector de la constructora OAS, que se contradice con 73 testigos entrevistados por el caso. Además, Moro tampoco ha podido hallar ni una sola cuenta, inmueble o beneficio indebido perteneciente a Lula.

En este otro caso de lawfare, los medios de comunicación jugaron un papel clave al momento de deslegitimar al oponente de izquierda atacado, en este caso, a Cristina Fernández de Kirchner, quien en los tabloides ya era culpable de las acusaciones realizadas desde el sistema judicial argentino. Un ejemplo perfecto fue el asesinato del fiscal Alberto Nisman, que fue atribuido inmediatamente contra Fernández (sin pruebas) en los medios argentinos, los mismos que hicieron difundieron ampliamente la acusación de Nisman contra Fernández de “fabricar la inocencia” de los supuestos perpetradores iraníes del atentado contra la AMIA en 1994. Estos mismos medios, poco o nada dijeron que Nisman facilitaba información casi periódicamente sobre el caso a la embajada estadounidense.

En Ecuador se vive otro de los más descarados empleos de la lawfare contra la izquierda, no solo por las inconsistencias procesales, sino por la evidente venganza aplicada en contra de quien sigue ejerciendo gran peso en la política ecuatoriana: Rafael Correa. El asunto inició luego de que Jorge Glas, vicepresidente electo y antiguo vicepresidente de Correa, rechazara la entrega de la Corporación Nacional de Electricidad (CNEL) por parte del presidente Lenin Moreno a Abdalá Bucaram Ortiz, dos veces prófugo de los tribunales ecuatorianos, acusado de varios actos de corrupción y enemigo de la Revolución Ciudadana. Esta situación devino en la suspensión de todas las funciones de Glas, tras un decreto firmando por Moreno el 3 de agosto de 2017, menos de tres meses de haber sido electos en la segunda vuelta de las presidenciales.

El 2 de octubre sería recluido tras la solicitud de prisión preventiva ese mismo día por “riesgo” de fuga del país, pese a que en ningún momento incumplió la prohibición de salida del país. Además el pedido llegó un día después de que se cerró la instrucción fiscal, por lo tanto la medida es nula, como lo indica el artículo 592 del Código Orgánico Integral Penal (COIP). Llama la atención este trato diferenciado si se compara la situación del ahora exvicepresidente y de Juan Pablo Eljuri, empresario que pertenece a uno de los grupos económicos más grandes de Ecuador, investigado por el caso Odebrecht pero a quien se le removió la orden de prisión y ahora goza de libertad condicional. Aparte de esto, también existen inconsistencias y vicios en todo el proceso, como lo ha denunciado Consejo Internacional que Apoya el Juicio Justo y los Derechos Humanos (ICSFT).

En el caso de Correa, también se le prepara un juicio por el caso Balda, que a todas luces se muestra ausente de garantías procesales. Para empezar, hay que remontarse al 2012, año en que Fernando Balda fue secuestrado por una hora en Bogotá por 5 personas, las cuales fueron detenidas y encarceladas por 60 meses. En 2013, presentó una denuncia ante la Fiscalía de Ecuador en la que nunca menciona a Correa, pero repentinamente en 2018, el expresidente es vinculado a este caso. Aparte de esto, el fiscal general encargado Paúl Pérez, (quien no ha sido ratificado por la Asamblea Nacional como Fiscal General, usurpando el cargo ya que no existe en la ley la figura de Fiscal General encargado), es quien lleva el caso y ha solicitado prisión preventiva contra Correa por no cumplir con la comparecencia cada 15 días ante la Corte Nacional de Justicia en Quito.

Caso Fernando Lugo

Este, junto a la destitución de Manuel Zelaya, puede ser catalogado como precursor de la aplicación del lawfare contra líderes de izquierda en la región. También es uno de los casos donde más se evidencia la mano del gobierno de EEUU en la destitución de Fernando Lugo, presidente de Paraguay entre 2008 y 2012, que rompió con 60 años de continuismo del conservador Partido Colorado. A Lugo se le practicó un juicio político exprés (duró 36 horas), en el que las irregularidades procedimentales y violaciones a la Constitución estuvieron a la orden del día. La razón fue su “mal desempeño en sus funciones” por el caso de la matanza de Curuguaty y por generar “caos e inestabilidad política”. La derecha se escudó en que dicho procedimiento –la destitución del presidente por parte del Congreso- está amparado por la Constitución. Sí pero no.

En otro caos e inspirados por sus colegas de la derecha en Brasil (o probablemente direccionados por el Departamento de Estado yanqui),la oposición venezolana en la Asamblea Nacional intentó sacar del poder al presidente Nicolás Maduro aplicando un supuesto impeachment, figura inexistente en la Constitución o cualquier otra ley del país, por lo tanto, ilegal. No obstante, ello no pareció importunarle a la derecha venezolana debido a que en 2016 impulsaron un “juicio político” por supuesto “abandono del cargo”, una de las 4 causas por las cuales se puede remover a un presidente en Venezuela. Tampoco pareció importarle el hecho de que dicho procedimiento corresponde a la Fiscalía y al Tribunal Supremo de Justicia, que deben comprobar tal hecho para proceder con la destitución. Además, la Asamblea Nacional había incurrido en desacato, por lo cual no tenía facultad para impulsar ninguna acción legal.

Luego de aproximadamente un año de esfuerzos para sacar a Maduro del poder, la oposición consolidó un estrepitoso fracaso por no poseer la suficiente fuerza para torcer las leyes de la República como sí ha ocurrido en Brasil y Ecuador. Tras esta ópera bufa y entendiendo la inutilidad de sus acciones, la oposición instaló un Tribunal Supremo de Justicia en el exterior, paralela a la existente en Venezuela, en donde han abierto un juicio contra Maduro para destituirlo. Este parapeto es ilegal a todas luces, debido a que sus magistrados no han sido designados según los procedimientos especificados en la Constitución. Es más, los propios “magistrados” han reconocido que la existencia de esta corte es meramente simbólica.

Aparte de este mamotreto, el lawfare también ha sido utilizado por la derecha contra Venezuela a escala continental, usando como ariete a la Organización de Estados Americanos (OEA) y su institucionalidad para atacar y aislar al gobierno chavista. Desde 2014 hasta la fecha se han producido más de 30 acciones irrelevantes o fracasadas para aprobar resoluciones que perjudicarían a Venezuela, especialmente luego de la escalada violenta de la oposición en 2017 cuando llevaron a cabo sus guarimbas (acciones violentas y terroristas de calle) disfrazadas de movilizaciones y protestas cívicas para exigir la renuncia de Maduro, que se saldaron en más de 100 muertes y miles de millones de dólares en pérdidas materiales.

Los países con los gobiernos más reaccionarios de la región se aglutinaron en el Grupo de Lima, y siguiendo directrices del gobierno gringo (como lo demuestran las giras de Mike Pence y Rex Tillerson), intentaron aplicar, sin éxito, la Carta Democrática contra el país caribeño.
Algo similar está ocurriendo en Nicaragua, donde la oposición no tiene la fuerza institucional para sacar del poder a Daniel Ortega, por lo cual la derecha recurre al mismo libreto que emplearon en Venezuela, tanto a lo interno como a lo externo. De hecho, las violentas protestas que coloquialmente reciben el nombre de tranque, son calco de las guarimbas venezolanas, los sucesos lo certifican. El lawfare también se aplica desde la OEA.

En Colombia, Las élites del país neogranadino no han corrido aún con la “mala suerte” de perder las elecciones ante un candidato presidencial de izquierda, pero aun así existen casos en donde se usó el lawfare para remover por ejemplo, a Gustavo Petro de la alcaldía de Bogotá. La razón de ello, fue que se metió en los negocios de los poderosos al subsidiar el transporte para los más pobres y por intentar reorganizar eficientemente el servicio del aseo urbano de la ciudad.

Por esta razón recibió multas de 217 mil millones de pesos (US$ 75.832.820) y de 92 mil millones (US$ 32.150.320), por cada caso de forma respectiva, además de su destitución como alcalde y posterior inhabilitación política a manos del procurador Alejandro Ordóñez, proceso que fue desactivado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) tres años después. Este mismo nefasto personaje de la derecha colombiana fue apartado por irregularidades administrativas y morales, pero no sin antes inhabilitar también a Piedad Córdoba y al exalcalde de Medellín, Alonzo Salazar.

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