Por Claudio Katz
La nueva derecha es muy diferente al fascismo clásico, que irrumpió en la primera mitad del siglo pasado frente a la amenaza de la revolución socialista, en un escenario de guerras interimperialistas. Ese peligro de una insurrección obrera contra la tiranía del capitalismo unificó a las clases dominantes, que defendieron brutalmente sus privilegios contra los trabajadores.
El fascismo fue un instrumento inusual, en el marco de grandes acciones políticas de los asalariados e inéditas conflagraciones bélicas entre las principales potencias (Riley, 2018). Por esa razón incluyó modalidades ideológicas extremas de absolutización de la nación y repudio del progreso, la modernidad o la ilustración.
Ninguno de esos condicionamientos está presente en la actualidad. En la segunda década del siglo XXI no se vislumbran amenazas bolcheviques, ni consiguientes exigencias de inmediata contrarrevolución. Han reaparecido las tensiones bélicas, pero sin guerras generalizadas entre bloques competitivos. Las motivaciones que dieron lugar al fascismo clásico no se observan en la coyuntura actual.
MODALIDADES PASADAS Y CONTEMPORÁNEAS
Es un frecuente error asemejar a la ultraderecha en boga con sus antecesores de la centuria pasada. Más que el fascismo en regla de esa época, hasta ahora despunta un proto-fascismo potencial, que tan sólo podría devenir en la modalidad precedente si se generalizan los rasgos de ese modelo (Palheta, 2018).
Ese giro implicaría la masificación de la violencia, a través de milicias paramilitares análogas a las bandas pardas del pasado. La hostilidad contra las minorías se transformaría en matanzas, las advertencias contra los opositores devendrían en asesinatos y los discursos agresivos se transformarían en acciones salvajes. Ese rumbo es una posibilidad, que supondría la conversión de las formaciones actuales en fuerzas fascistas.
Ese pasaje también implicaría la abolición del status legal vigente, mediante un contundente incremento del autoritarismo estatal. Mientras las organizaciones de ultraderecha actúen en el marco institucional, mantendrán a lo sumo un perfil neofascista aún alejado de la virulenta modalidad clásica. Una reorganización totalitaria exigiría, además, drásticos cambios en los liderazgos y en los movimientos que sostienen el actual curso reaccionario.
Una dinámica de fascistización requeriría mayor sustento plebeyo, enemigos internos más identificados y un lenguaje de violencia descarnada contra los opositores (Louçã, 2018). Esa concreción presupondría la amputación total de la democracia (Davidson, 2010). El fascismo no es una mera dictadura, ni una simple gestión autoritaria. Introduce un modelo político signado por el uso metódico del garrote y la consiguiente conformación de un régimen totalitario.
Esta caracterización del fenómeno centrada en el sistema político es más precisa, que la presentación genérica del fascismo como una época o una ideología del capitalismo. También es más acertada que su evaluación como una configuración contrapuesta al neoliberalismo. Estas dimensiones constituyen, a lo sumo, complementos del sistema político que singulariza al fascismo.
Los liberales suelen rehuir esta caracterización específica, presentando al fascismo como un discurso o un programa de vulneración de las normas republicanas. Con esa simplificada caracterización descalifican a sus rivales denunciando fascistas por todas partes.
Esa magnificación ha sido muy corriente en Estados Unidos para justificar el alineamiento con el Partido Demócrata contra los Republicanos. Con esa mirada se rechazó a Trump postulando la conveniencia de sostener a Biden (Fraser, 2019). El mismo multiuso del término fascista sirve en otros países para aprobar alianzas con el establishment burgués. La batalla real contra el fascismo nunca transitó por esos carriles.
Pero también es cierto que la ultraderecha actual incuba los gérmenes del fascismo. Por esa razón no es sensato eludir el calificativo, argumentando la ausencia de los eslabones faltantes para completar ese status. Nunca está demás la denuncia frontal de las corrientes reaccionarias, que pueden empujar a la sociedad al monstruoso escenario del siglo XX. Los aditivos «pos», «neo» o «proto» contribuyen a precisar el alcance o proximidad de ese peligro.
En la actualidad, la extrema derecha ya fija la agenda de muchos países y gobiernos. Al relativizar (o naturalizar) ese avance se diluye su peligrosidad. La evolución de esos procesos sigue abierta y tiende a desembocar en dinámicas conservadoras tradicionales, pero no está excluida una tormentosa renovación del viejo fascismo.
Conviene tomar distancia de las tesis que restringen el fascismo a un exclusivo drama de mitad del siglo pasado. Tampoco es correcto suponer que sólo irrumpiría como respuesta a un peligro revolucionario socialista. Ese virulento proceso es periódicamente generado por el capitalismo, para contrarrestar el descontento que provoca la propia dinámica inequitativa, empobrecedora y convulsiva de ese sistema.
Los sujetos sociales que protagonizan esa reacción pueden mutar con los mismos parámetros de sus víctimas. La pequeño-burguesía que confrontó con el proletariado fabril durante Alemania nazi, no constituye un prototipo inamovible para cualquier época o país. El fascismo es un proceso político que no sigue parámetros inmutables. El registro de esa variabilidad es particularmente importante para evaluar su dinámica en América Latina.
PRESENCIA DIFERENCIADA EN LA PERIFERIA
El potencial desemboque fascista de la ultraderecha no es un peligro restringido a Estados Unidos o Europa. Constituye también una amenaza para la periferia. Lo ocurrido en el mundo árabe ofrece un indicio de ese desenlace. La gran revuelta democrática que encarnó la Primavera de la década pasada fue sangrientamente aplastada por dictaduras y monarquías, que contaron con el auxilio de formaciones fascistas.
Esas milicias desplegaron una acción contrarrevolucionaria atroz. Utilizaron el estandarte religioso para consumar matanzas que aplastaron todas las expresiones de laicismo, tolerancia y convivencia democrática. Esa feroz respuesta a un levantamiento juvenil que se expandió por todo el Medio Oriente, confirmó que la sangría con tintes fascistas es factible en cualquier rincón del planeta. No requiere la preexistencia de un enemigo socialista o de un proletariado industrial organizado.
El mismo criterio se aplica a Latinoamérica. Tampoco en esta zona, el fascismo está excluido por el carácter periférico de la región. La vieja negación de esa posibilidad por la distancia económica-social que separa a la zona de los centros, se asienta en equivocados presupuestos. Considera que Hitler y Mussolini nunca tuvieron émulos en el Tercer Mundo por el carácter intrínsecamente imperialistas de esa modalidad.
Pero se olvida que esa vertiente reaccionaria adoptó formas de fascismo dependiente, cuando las clases dominantes de la periferia afrontaron amenazas de envergadura a su dominación. La diferencia cronológica entre ambos escenarios no modifica esas semejanzas. Los picos del fascismo en la periferia se registraron durante la guerra fría y no en 1930-45.
Este desplazamiento de las respuestas regresivas virulentas fue congruente con la mutación geográfica de las sublevaciones populares e incluyó masacres de la misma envergadura que las registradas en Europa. Basta recordar, por ejemplo, que el aplastamiento del comunismo en Indonesia se cobró un millón de muertos.
La magnitud de esas matanzas siguió la pauta de los grandes genocidios de las últimas centurias. Esos aniquilamientos debutaron con la conquista del Nuevo Mundo, se consolidaron con la devastación de África y continuaron con los holocaustos victorianos de Asia, que terminaron rebotando sobre el propio territorio europeo.
Esa sucesión de exterminios no alcanza igualmente para explicar el fenómeno contemporáneo del fascismo. Ese traumático proceso obedeció a circunstancias y confrontaciones políticas específicas, que los pensadores liberales nunca lograron comprender (Traverso, 2019).
Esa tradición teórica malinterpretó especialmente lo ocurrido en América Latina. Situó en el casillero del fascismo a los movimientos nacionalistas o a los líderes populares en conflicto en las metrópolis, como por ejemplo Perón. Utilizó argumentos formales de semejanza discursiva y magnificó episodios diplomáticos menores, para reproducir las sesgadas denuncias estadounidenses contra los gobiernos que lidiaban con su dominación. Esa resistencia soberana nunca tuvo parentescos con el fascismo.
La proximidad del fascismo en la periferia estuvo presente en otro terreno. Irrumpió en América Latina con los regímenes contrarrevolucionarios que intentaron destruir los proyectos de la izquierda. Varios teóricos de la dependencia indagaron las peculiaridades de esa brutal reacción (Martins, 2022).
El pinochetismo arremetió en Chile apoyado en una base social antiobrera enceguecida por el fanatismo anticomunista. Pero al igual que Franco en España o Salazar en Portugal, la dictadura transandina no forjó un sistema político equiparable al esquema de Hitler o Mussolini.
También el uribismo apuntaló en Colombia un régimen oligárquico, asentados al cabo de varias de décadas en el metódico asesinato de militantes sociales. Pero nunca completó la reconversión totalitaria del régimen político que presupone el fascismo.
En la experiencia más reciente de Bolsonaro ese fallido fue mayor y no logró traducir la verborragia reaccionaria del alocado militar en un sistema fascista. El ex capitán consiguió cierto acompañamiento de sectores plebeyos, pero no la jefatura de todo el arco político burgués. Propició el aumento de la violencia, sin lograr su generalización y retrocedió en los intentos de sustituir el sistema institucional por un poder totalitario. El ejército lo sostuvo, pero nunca accedió a involucrarse en aventuras de mayor alcance. La desastrosa gestión de la pandemia y la derrota que sufrió con la liberación de Lula, cerraron todos los resquicios para su conversión en dictador.
El fascismo constituye igualmente un peligro en el actual escenario regional y es importante evitar la subestimación de esa posibilidad. La debilidad de la izquierda o un reflujo de las luchas obreras no diluyen esa eventualidad. La desconsideración de este horizonte adopta, a veces, la sofisticada modalidad de reemplazar el término fascista por vagas alusiones al bonapartismo.
Más problemática es la banalización del fenómeno, mediante su identificación con otro tipo de desventuras. El fascismo no es equivalente al extractivismo y menos aún a formas perdurables de la violencia machista. Conforma una modalidad de gestión política del Estado, para recomponer la dominación de la clase capitalista con métodos de extrema virulencia.
Es importante situar el problema en este plano, para encarar la batalla contra el fascismo con tácticas y estrategias amoldadas a cada país. En el universo genérico de una desventura generada por el declive del capitalismo, la regresión civilizatoria o el imperio de la irracionalidad, no hay forma de precisar políticas antifascistas oportunas y exitosas.
DISTINCIONES BASICAS Y ACERTADAS
La caracterización de la ultraderecha actual como fascista compite con su identificación con el populismo, pero el uso de este término resulta particularmente inconsistente en América Latina. En esta región, las referencias al populismo estuvieron identificadas durante la segunda mitad del siglo XX, con los gobiernos que concedían mejoras sociales (Löwy, 2019). El perfil que en Europa encarnó la socialdemocracia, quedó emparentado en el Nuevo Mundo con los regímenes que propiciaron mayor soberanía e incrementos del ingreso popular. Asemejar la ultraderecha actual con alguno de esos antecesores es un contrasentido mayúsculo.
Pero la principal confusión que introduce esa identificación es la mezcla de liderazgos progresistas y reaccionarios, en la indistinta caratula del populismo. En Europa, ese combo encasilla en el mismo lugar a Melanchon con Meloni, a Crobyn con Len Pen y a Pablo Iglesias con Orban. En América Latina, la misma ensalada ubica a Maduro junto a Bolsonaro, a Evo Morales con Kast y a Díaz Canel con Milei. Las falencias de esa mezcolanza saltan a la vista. La prensa liberal suele insistir en ese tipo de absurdas identificaciones y caprichosas amalgamas.
En lugar de reiterar esa inconducente mixtura, resulta más correcto retomar el barómetro político básico que contrapone a la derecha con la izquierda, para definir la ubicación de cada fuerza. Los dos polos se distinguen con nitidez, sin ninguna necesidad de incorporar el aditamento de populista. Con ese orientador es muy visible que la izquierda radical es la principal antagonista de la ultraderecha. El concepto habitual de populismo anula esa distinción, al suponer que ambos extremos han quedado disueltos en alguna modalidad de «ocaso de las ideologías».
Las nociones de izquierda y derecha han sido acertadamente utilizadas desde hace siglos. Distinguen cursos afines a la igualdad social de rumbos favorables a los privilegios de los opresores. Con ese ordenador se puede captar cuáles son los intereses sociales en juego en cada conflicto. Es muy fácil notar que Fidel Castro gestionó a la izquierda de Menem, pero es imposible determinar cuán populista fue la administración de cada uno.
La diferenciación política de la izquierda con la derecha surgió con la revolución francesa y perdura hasta la actualidad, porque subsiste el régimen social que cimenta esa distinción. Mientras continue el capitalismo habrá formaciones de izquierda y de derecha enfrentadas por la primacía de mejoras o regresiones sociales (Katz, 2008: 59-60).
La especificidad de la nueva derecha puede ser percibida con aditamentos tradicionales (ultra, extrema) o con complementos más innovadores (2.0). Pero cualquiera sea la denominación elegida, lo esencial es subrayar su posicionamiento en el campo de la reacción. El populismo es un término que sólo añade confusiones.
LA POLISEMIA DE UN CONCEPTO
El concepto de populismo ha sido adoptado con gran entusiasmo por muchos analistas que resaltan la impronta «antisistémica» de esta corriente, su contraposición con los políticos convencionales y su desconocimiento de la institucionalidad.
Pero ninguna de esas características define a las corrientes que participan de la actual oleada reaccionaria. Sus conflictos con el sistema político son datos secundarios, en comparación a su propósito central de transformar el descontento actual, en un sistemático hostigamiento a los desamparados. Ese objetivo regresivo de confrontar a la clase media (y parte de los asalariados) con los sectores más desprotegidos, no tiene el menor parentesco con el populismo.
Los liberales utilizan el término para descalificar cualquier postura crítica del individualismo, el mercado o a la república. Pero la nueva derecha no es ajena, ni enemiga de esos paradigmas. Simplemente ha ganado terreno con un discurso que objeta la tormentosa realidad contemporánea que apadrina el neoliberalismo. Tampoco se ubica fuera del régimen institucional, cuando cuestiona con gran demagogia a los partidos políticos prevalecientes.
Los liberales equiparan a los derechistas con las fuerzas provenientes del polo opuesto de la izquierda. Estiman que el populismo amalgama ambas vertientes en una postura semejante. De esa forma presentan a dos conglomerados contrapuestos como si fueran complementarios. Disuelven la evaluación de los contenidos en disputa y enfatizan aspectos menores de estilo o retórica. Por ese sendero analítico, no existe la menor posibilidad de esclarecer algún rasgo relevante de la nueva derecha.
Los medios de comunicación hegemónicos han generalizado esta mirada, que descalifica superficialmente al populismo para relegitimar al neoliberalismo. Con esa óptica realzan la centralidad de un término particularmente vago, que mezcla distintos sentidos históricos derivados de raíces disimiles.
En su vieja acepción estadounidense o rusa, el populismo aludía a proyectos de protagonismo popular o a exaltaciones del comportamiento sano y amistoso de las poblaciones rurales, que habían sido maltratadas (y corrompidas) durante su conversión en asalariados urbanos. El populismo reivindicaba esa pureza inicial y proponía recrearla como fuerza transformadora de la sociedad.
El discurso derechista actual recoge algunas facetas de esa añoranza, pero modifica su significado regenerativo, comunitario o amigable. Lo utiliza para desenvolver una contraposición con las minorías hostilizadas. Suele exaltar a la clase obrera castigada por la globalización y la desindustrialización, atribuyendo esa degradación a la presencia de los inmigrantes (Traverso, 2016). Ningún eco significativo de los viejos propósitos de hermandad está presente en la nueva acepción ultraderechista.
La denigración liberal del populismo ha motivado también una simétrica mirada elogiosa. Esta visión defiende la validez de ese concepto, para representar a los sectores oprimidos de la sociedad. Resalta particularmente la consistencia de esa noción en las naciones de frágil estructura constitucional (Venezuela) o larga tradición para institucional (Argentina). También reivindica el rol de sus líderes y justifica todas las variantes que observa de esa modalidad (Laclau, 2006). Este planteo pro populista es el reverso de la diatriba socio-liberal y no aporta pistas para esclarecer la impronta actual de la nueva derecha.
Para comprender el sentido de ese espacio hay que indagar las raíces sociales de su acción política. La oleada reaccionaria actual es un proyecto de sectores de las clases dominantes, para reestablecer la corroída estabilidad del capitalismo. Pretenden lograr esa recomposición generalizando las agresiones contra los sectores más desprotegidos de la sociedad.
Esa atención al sustrato de clase de la ultraderecha queda diluida, en el ambiguo universo de las observaciones sobre el populismo que enaltecen sus defensores. Rechazan la evaluación de los intereses en juego, porque desconocen el rol protagónico de las clases sociales, ponderando la centralidad alternativa de una variedad indistinta de sujetos con identidades contingentes, que logran centralidad a través de sus discursos.
Con esta óptica resulta imposible registrar cuáles son los intereses sociales subyacentes, en las disputas de cada escenario político. No hay forma de comprender porque irrumpe actualmente la ultraderecha y cuáles son las fuerzas económicas que sostienen su presencia. Esa óptica indaga los discursos en sí mismos, sin ofrecer explicaciones de la forma en que se articulan con sus determinantes sociales. Por esas imprecisiones, no logran tampoco esclarecer el sentido de la ideología reaccionaria en boga (Anderson, 2015).
EXPERIENCIAS CONTRAPUESTAS
El análisis de la ultraderecha debe enriquecer la lucha contra esa corriente. La evaluación de ese espacio apunta a conseguir la derrota o neutralización de una fuerza, que atenta contra la democracia y las conquistas populares.
En América Latina, la experiencia reciente evidencia resultados muy distintos, cuando prevalecen respuestas decididas o reacciones vacilantes. En el primer caso se ubica la batalla del gobierno venezolano contra el golpismo, que a un costo económico-social descomunal logró doblegar las guarimbas de las bandas reaccionarias.
Una actitud del mismo tipo se perfila en Bolivia a partir de la detención de Camacho. En lugar de aceptar pasivamente las provocaciones de los grupos neofascistas, el gobierno tomó la ofensiva y emprendió una osada operación para contener a un impiadoso enemigo. La derrota del fallido golpe en Brasil con detenciones de los involucrados, juicios a los responsables e investigación del financiamiento se inscribe en la misma dirección.
Estas posturas contundentes han permitido frenar la andanada reaccionaria, en contraste con las actitudes conciliatorias, que facilitaron la escalada golpista contra Lugo en Paraguay o contra Dilma en Brasil. Castillo ha repetido esta misma conducta en Perú, abriendo el camino para una sangrienta asonada cívico-militar.
Estas vacilaciones constituyen una seria advertencia, para los países dónde la derecha tantea mortíferas incursiones. Es el caso de Argentina, la consumación del fallido intento de asesinato de Cristina habría generado consecuencias inimaginables.
Esa agresión provocó una gran reacción democrática de manifestaciones inmediatas. Pero el propio gobierno desalentó esa respuesta y promovió tan sólo rechazos de ocasión con figuras conservadoras. En la gran experiencia de batallas democráticas de ese país, las posturas consecuentes son coronadas con esclarecimientos (Mariano Ferreyra, Kostecki-Santillán) y las actitudes de resignación desembocan en la impunidad (AMIA, Embajada de Israel y Rio Tercero).
Ya se han verificado muchos nexos de los fallidos asesinos de Cristina con organizaciones cuasi fascistas. Si predomina un camino de movilización esas complicidades saldrán a la superficie. Pero si prevalece el curso opuesto, la derecha volverá a lucrar con la confusión imperante (como ocurrió con el suicidio de Nisman).
Finalmente, la experiencia chilena ilustra cómo las vacilaciones del oficialismo facilitan la vertiginosa recomposición de una derecha envalentonada. Luego de tres años de sucesivas derrotas, esa fuerza logró imponer el rechazo en las urnas al proyecto de reforma constitucional. Usufructuó del desconcierto, la inacción y las capitulaciones del gobierno. Recompuso su presencia frente a un mandatario que desactivó la protesta y desconoció sus promesas electorales.
En América Latina ya se han observado, por lo tanto, varias experiencias exitosas y fracasadas de confrontación con la ultraderecha. Ese sector reaccionario recién despunta y la prioridad es aplastarlo antes de que pueda asentar su prédica (Colussi, 2022).
La autoridad de la izquierda depende de su capacidad para demostrar firmeza, frente a un enemigo decidido a arrasar con las mejoras sociales. La experiencia reciente de Europa ilustra los efectos autodestructivos de rehuir la batalla mirando para otro lado (Febbro, 2022)
El principal terreno de esa lucha es la movilización callejera contra un enemigo que también actúa en ese terreno. La ingenua creencia que ese ámbito pertenece a la izquierda ha quedado definitivamente refutada por la activa presencia de sus adversarios en marchas y manifestaciones.
En algunos casos esa intervención precedió a la pandemia (Brasil) y en otros ganó intensidad con la irrupción de los negacionistas (Argentina). El protagonismo de esas formaciones ha crecido en la confrontación con los gobiernos progresistas (Bolivia, México) y en el rechazo de las revueltas populares (Chile, Colombia, Perú).
Esta disputa por la preeminencia callejera obliga a evaluar con mucho cuidado el sentido progresivo o regresivo de las movilizaciones que abundan en la región. Las convocatorias con banderas explícitamente socialistas o derechistas son tan poco corrientes, como los actos con perfiles políticos acabados. Caracterizar el contenido de cada evento es vital para distinguir las acciones progresistas de su antítesis reaccionaria.
No hay ninguna receta para acertar en esa evaluación, ni siquiera constatando la composición social de los participantes de cada mitin. El barómetro de la izquierda y la derecha aporta el instrumento básico para extraer alguna conclusión. No alcanza con registrar la legitimidad de las demandas en juego. Hay que observar también quién las motoriza. La derecha suele incentivar la irritación popular contra los gobiernos progresistas, mientras repudia cualquier lucha por las mismas aspiraciones, cuando prevalece una administración conservadora.
Pero también es cierto que muchos gobiernos de origen popular recurren al fantasma de la conspiración derechista, para justificar políticas contrarias a los trabajadores. Ese tipo de disyuntivas no puede zanjarse con un manual y cada caso exige una evaluación concreta, partiendo de una caracterización del progresismo actual. Abordaremos esa evaluación en nuestro próximo texto.