Atilio Borón
El historiador y politólogo estadounidense, Chalmers Johnson, definió a su país como “un imperio de bases”. Sabía de qué estaba hablando, porque su crítica al imperialismo y su brazo militar –las más de mil bases diseminadas por todo el mundo– fue madurando lentamente en su conciencia. Había sido un oficial de la Marina durante la Guerra de Corea y analista de la CIA entre 1967 y 1973. Asqueado por lo que le tocó ver, se convirtió en un implacable crítico del imperialismo norteamericano.
Según Johnson, con sus bases éste no sólo sembraba caos, destrucción y muerte allende las fronteras estadounidenses, sino que carcomía los fundamentos sobre los cuales se había construido la república en su país.
Si Jair Bolsonaro o algunos de sus más cercanos asesores hubiesen leído la profusa obra de Johnson, no habrían tenido la pésima idea de ofrecer a la Casa Blanca las facilidades para instalar una base militar estadounidense en territorio brasileño. Obviamente, que la presencia del Secretario de Estado, Mike Pompeo, en la toma de posesión de Bolsonaro, no fue en vano.
Entusiasmado por los lazos de amistad que invariablemente manifiestan los diplomáticos de EE.UU. con cualquier país que visiten, Bolsonaro dijo poco después que “estamos preocupados con nuestra seguridad, nuestra soberanía, y tengo al pueblo norteamericano como amigo”. Y en una entrevista concedida al canal SBT, dijo que “la cuestión física” (o sea, la ubicación territorial de la base) “puede ser hasta simbólica. Hoy en día, el poderío de las fuerzas armadas norteamericanas, chinas, soviéticas (¡Sic!), alcanza el mundo todo independientemente de las bases”.
Varias equivocaciones y un lapsus memorable. La primera: pensar que las bases pueden funcionar sin asentamiento territorial, equipamiento de combustible, líneas de abastecimientos varios y sistemas de información satelital altamente desarrollados. No es un tema simbólico sino brutalmente material. Segunda equivocación: ignorar que una vez que una base estadounidense se instala en un país es casi imposible hacer que se retire.
Tanto Japón como Alemania hace décadas que vienen insistiendo en acabar con la presencia de algunas bases en sus territorios sin el menor resultado. Lo de Rafael Correa, al obligar al Pentágono a abandonar la base de Manta, fue una verdadera hazaña. La tercera: que la normativa que suele imponer Washington para “legalizar” la presencia de sus bases significa un radical recorte de la soberanía nacional, porque ningún cargamento que entre o salga de su base puede ser inspeccionado por las autoridades del país anfitrión, y cualquier delito cometido por sus tropas sólo podrá ser juzgado en los tribunales estadounidenses. Esto quedó estipulado en el tratado Uribe-Obama que se firmó para dotar de siete bases militares a EE.UU. en Colombia. Lo mismo ocurrirá en el caso brasileño.
Hay que recordar que durante los gobiernos de Lula y Dilma Rousseff, Washington insistió en instalar una base en Alcántara, en el estratégico extremo del promontorio nordestino que es el punto más próximo entre América y África. Ambos gobernantes brasileños se negaron.
Ahora la Casa Blanca podría lograrlo, aunque se sospecha que dada la campaña de Trump para utilizar a Colombia, Brasil y Argentina para acosar a Venezuela, la eventual base podría establecerse en la frontera noramazónica para, desde allí, lanzar incursiones militares contra el gobierno bolivariano.
Peor aún, podría ser que a Trump se le concedan dos bases y no sólo una. Pésima noticia para Brasil y Latinoamérica, pero nada sorprendente cuando se repara en la mentalidad de guerra fría que perturba el sueño de Bolsonaro, todavía preocupado por la proyección del “poderío soviético” y sus efectos sobre el Brasil. Un lapsus memorable en un continente donde lo real maravilloso a veces adquiere tonalidades ominosas y estremecedoras.