Bolivia: De Estado de Excepción a estado de rebelión

Rafael Bautista S.

El Estado de excepción no declarado, pero en ejecución fingida, constituye el contexto ineludible que permite –en una reflexión crítica de la coyuntura– poder advertir, la más que improbable realización democrática y limpia de elecciones nacionales.

La postergación continua del evento electoral (por cuarta vez), bajo el pretexto de la “pandemia”, demostró ya la falacia grosera de la autodenominada “transición”, que exhibe la dictadura actual como mera cobertura “democrática” de unos propósitos profundamente anti-democráticos.

Su finalidad no fue nunca “recuperar la democracia”, sino destruirla desde sus bases mismas; minando la propia soberanía nacional en acuerdos espurios que comprometen la propia viabilidad estatal y nacional.

Un “gobierno de transición” jamás se arroga tareas como la definición de nuevos acuerdos internacionales y diplomáticos, o la otorgación de concesiones en minería o hidrocarburos; tampoco su tarea jamás debió considerar deshacer la institucionalidad o instrumentalizar los órganos estatales para benéfica propio (si eso supuestamente era lo que había que corregir); o minar la soberanía nacional, permitiendo la injerencia abierta de la Embajada gringa en asuntos estratégicos, como es el litio y la bioceánica; o poner al descubierto, para beneficio chileno, información estratégica del conflicto por las aguas del Silala.

Desde su inicio, se pudo vislumbrar un atrevido y enfermo revanchismo, desmontando incivilmente “lo plurinacional” del Estado boliviano; desde la quema de una insignia patria como es la wiphala (que continuó con su total anulación de la imagen gubernamental), hasta el respaldo abierto a grupos parapoliciales y paramilitares que fueron, en el golpe, actores visibles en la destrucción de instituciones estatales; quienes desataron, además, la persecución, amedrentamiento y hostigamiento a dirigentes, asambleístas nacionales y pueblo en general (sobre todo de procedencia indígena).

La “transición” fue un eufemismo que sirvió a los golpistas para “encantar” a la población urbana con un cuento de hadas invertido, donde los buenos son malos y los malos son buenos. Tarea que fue encargada a los medios de comunicación que, hasta el día de hoy, prosiguen con una sistemática desacreditación del campo popular, en connivencia y complicidad con la dictadura disfrazada de “democracia recuperada”.

Los acuerdos que se lograron entre la Asamblea legislativa y el Tribunal Electoral, sobre el supuesto blindaje legal para asegurar comicios electorales hasta el 18 de octubre, ya no constituyen garantía, desde la conculcación del Estado de derecho que se produjo, una vez violentada la Constitución en esa supuesta “sucesión constitucional” que se inventaron para legitimar el golpe de Estado de noviembre de 2019.

No vivimos en un Estado de derecho, sino en una “anomia estatal” que, según la ley del más fuerte, ha convertido a Bolivia en una tierra sin ley ni derecho alguno. Creer que, en esas condiciones, es posible una “elección democrática”, es pecar de ceguera política.

La ficticia “sucesión constitucional” se produjo entre bambalinas y con actores hasta foráneos injerencistas, como la embajada brasilera, la CIA, la Unión Europea, la Iglesia Católica, además de partidos de derecha y ejecutores del golpe que después fueron gobierno, en instalaciones de la Universidad Católica, en La Paz. Ellos instauraron este disparate de gobierno que lo comandan inadaptados sociales cuya patología racista es sólo comparable al nazismo, al ku klux klán y al sionismo actual.

La dictadura, una vez cooptados todos los órganos estatales (a excepción de la Asamblea Legislativa, que vive en continuo hostigamiento), también aseguró su presencia indefinida, poniendo como cabeza del Tribunal Electoral a un individuo ligado a la CIA, por mediación de la USAID. Es decir, se encargaron ya de reordenar todas las Cortes Electorales nacional y subnacionales para montar el verdadero fraude que tanto imputaron al gobierno anterior y hasta ahora imposible de demostrarse fehacientemente (ni siquiera la versión burlesca de la cómplice golpista OEA).

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