El odio es el motor de la ultraderecha global

Eduardo Febbro

Las banderas del odio se mecen con la áspera virulencia de las palabras. El odio vende ideas y ha ido forjando la estructura de una suerte de movimiento político que llenó las democracias occidentales y sus satélites de agujeros negros y champiñones tóxicos.

Racismo, cuestionamiento del Estado de Derecho, odio a la democracia, a sus instituciones y a sus cuerpos históricos de cuestionamiento del poder, es decir, la prensa, revisión de la historia, ultranacionalismo, negacionismo, invención de una realidad paralela, agresiones físicas, intimidaciones a través de las redes sociales y designación de un enemigo interior, o sea, el extranjero, son sus componentes más constantes.

De esa narrativa surgió ese movimiento de ultraderecha que bien podría calificarse de energunismo globalizado. Donald Trump en los Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil, José Antonio Kast en Chile, Eric Zemmour en Francia, Matteo Salvini en Italia, el partido Vox en España, varios líderes del macrismo en la Argentina, a todos los une el mismo aliento fétido del odio.

Su influencia es el signo más vital de una dramática regresión política que está devorando las bases con las que se levantaron las democracias después de la Segunda Guerra Mundial. Las izquierdas, en este festín de resentimientos, perdieron su capacidad para representar sus ideas. Los socialistas, pobres, parecen enfermos afónicos que gritan desde la cama de un hospital sin que nadie los atienda.

La derecha, a su vez, ve en ese radicalismo una oportunidad de conquista del poder, tanto más influyente cuanto que las retóricas de la ultraderecha están ganando a toda velocidad la batalla de las ideas. 40% del electorado conservador que designó a la candidata presidencial de Francia, Valérie Pécresse, votó por un candidato que defendió esas ideas en el seno de la derecha republicana.

El energunismo como expresión política contiene lo que Trump ya nos demostró: la injuria como disciplina, la agresión como método, la mentira como moral y, como filosofía, la obsesión del ocaso, la alucinación según la cual las sociedades están en un proceso de declive sino se las purifica racialmente.

Es un pensamiento de la catástrofe, el diseño verbalizado de un fin certero al que, en el caso de Francia (se lo llama déclinisme), solo se lo puede remediar si se evita la gran sustitución de la cultura occidental por la del islam. Esa conjetura desarrollada por el autor francés Renaud Camus (La gran sustitución, 2012) ha funcionado como una mensajera del odio y de la muerte.

La teoría de Camus ha sido la fuente de inspiración (citada) de los terroristas de El Paso, de Christchurch (Nueva Zelanda) y de la Sinagoga de Chabad de Poway, cerca de San Diego (un muerto y tres heridos). El primero, Patrick Wood Crusius, asesinó a 22 personas en un centro comercial Walmart de El Paso (Texas).

Dejó un texto en internet al que tituló “Una verdad incómoda” donde expresaba su miedo a que “Los hispanos se harán con el control de los gobiernos local y estatal de mi amado Texas. (…) Si podemos librarnos de una suficiente cantidad de gente, nuestro modo de vida será más sostenible”.

El segundo, Brenton Tarrant, mató a 51 personas en dos atentados contra dos mezquitas de Christchurch, Nueva Zelanda (15 de marzo del 2019). Dejó escrito un manifiesto que repite el título de Renaud Camus, La gran sustitución.

Tarrant escribe allí que, durante su viaje a través de Francia, “en cada ciudad francesa, en cada pueblo francés, los invasores estaban ahí”.
El último, en una carta, justificó el atentado de la Sinagoga de San Diego para defender “la raza europea” de judíos y musulmanes (también incendió una mezquita).

Los heraldos del odio convocan a la violencia y a la muerte. Sus palabras arman las manos que amenazan y denigran en las redes sociales, agreden en las calles o en los mítines políticos o matan en cualquier punto del planeta. Es el mal transparente en toda su magnitud.

Trump les enseñó un camino y allí se cuelan como lo está haciendo en Francia el candidato ultraderechista Zemmour, cuyo primer mitin de campaña (domingo 5 de diciembre) fue una exposición retórica y física de la ignominia, el desagravio y la violencia.

Ruido de platos rotos, caos y la sensación de un apocalipsis acechando cada rincón son la receta con la que envuelve los sabores de un pasado glorioso de Francia al que habría que regresar depurando la sociedad de los invasores.

Esas ultraderechas tienen su vertiente liberal y en ella aparecen sus energúmenos de turno. Su misión no consiste en depurar la sociedad de extranjeros, sino de salvar a las sociedades de los gobiernos progresistas y del indigenismo.

En América Latina han emprendido una suerte de cruzada colonial a cuyo frente se puso un patético dirigente europeo, el ex presidente del gobierno español, José María Aznar. Lo respaldan el liberal alucinado Mario Vargas Llosa y una galería de ex presidentes cuyos retratos ingresarán algún día en el Museo Mundial del Horror y la Corrupción (aún por crear).

Entre sus miembros figura el ex presidente mexicano Felipe Calderón, cuyo mandato dejó decenas de miles de muertos y desaparecidos en México y un expandido modelo de cómo funciona la narcopolítica.

Como parece que aún hay comunistas y que pronto habrá una invasión de marcianos rojos, cuentan con un lobby anticomunista, “Atlas Network” (Vargas Llosa preside una de las fundaciones del “Atlas”), el cual está detrás de las campañas para respaldar el retorno de los gobiernos conservadores en América Latina y proteger “la libertad”.

En ese contexto, Aznar activó la campaña FAES LATAM, a cuyo frente se puso otro mandatario manchado por la narcopolítica, el colombiano Andrés Pastrana. A finales de 2020, Aznar, Macri y Pastrana firmaron la Declaración de Madrid para respaldar la democracia en América Latina.

Sin embargo, en los hechos, sea en España o en América Latina, la democracia nunca estuvo tan cuestionada y en peligro como cuando ellos gobernaron. A diferencia de los supremacistas blancos que gritan “nosotros o ellos”, estos heraldos coloniales o re-colonizados gritan “Libertad o Comunismo” y aborrecen de nuestros pueblos originarios.

El indigesto José María Aznar puso dentro del «eje del mal» a los movimientos que pugnan por los derechos de los pueblos originarios. En octubre de este año, Aznar dijo en un discurso: “El nuevo comunismo de allí se llama indigenismo».

El lenguaje ultrajante, el señalamiento de un enemigo y una forma de cobardía común articula a estas derechas o ultraderechas renacidas: pocas veces se refrieren a lo real. Se arrugan ante los desafíos y arremeten contra minorías excluidas y fragilizadas, contra pueblos despojados: sus enemigos son los más débiles.

Nunca hablan de la crisis ecológica que amenaza la vida misma en todo el planeta, ni sobre la forma de regular un sistema depravado que acabará tragándose todo en su insaciable sede de lobo en busca de más sangre. Son la expresión más impune e inescrupulosa de la destrucción de los consensos y del dialogo necesarios para pactar el desarrollo de una nueva condición humana. Son la antipolítica por excelencia.

En sus retóricas, las regiones más obscuras de esa condición humana brotan como sombras mensajeras de un mundo intolerable.

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