Asesinato de Gaddafi y su secuela en el Sahel africano

 

Misión Verdad

Níger es uno de los países ubicados en la región del Sahel, quizás la zona más explotada históricamente del mundo. Es la franja sur del Sahara, lo que divide el Magreb del África subsahariana.

En árabe significa “límite”. Concentra una ingente cantidad de recursos estratégicos sobreexplotados durante siglos, un catálogo de desestabilizaciones y caos por el auge de las intervenciones militares foráneas, los golpes de Estado y el terrorismo en las últimas décadas y, por ende, cuna de varios de los más grandes líderes anticoloniales y panafricanos del siglo XX.

El Sahel es una banda territorial, con una longitud de 5 mil 400 kilómetros, que une la costa atlántica de Mauritania y Senegal con el mar Rojo, a orillas de Sudán y Eritrea; en el medio, de oriente a occidente, están Etiopía, Chad, Níger, el norte de Nigeria, Mali y Burkina Faso.

En su segmento occidental se originó el tráfico internacional de esclavos en el siglo XVI: el comercio triangular —bien descrito por el político e historiador trinitario Eric Williams—, basado en la exportación de productos quincalleros desde Europa al Sahel, donde se intercambiaban por esclavos africanos para ser trasladados a América, lugar al que llegaban para producir y extraer los bienes que luego eran comercializados en los mercados europeos.

El sistema mercantil, del cual el capitalismo moderno despuntó, no habría tenido existencia sin que los africanos occidentales se convirtieran en la principal mercancía humana de esa triangulación. El Sahel también fue escenario de la actividad transahariana, donde conectaban diferentes rutas hacia todas las latitudes africanas, y que se mantuvo por un mayor lapso que el triangular.

Tras la Conferencia de Berlín (1884-85), en la que España, Italia, Francia, Reino Unido, Alemania, Portugal y Bélgica dividieron y se repartieron arbitrariamente todo el continente como colonias, a excepción de Etiopía —antes llamado Abisinia— y Liberia, se profundizó el papel de África como fuente de materias primas y labor esclava en la división internacional del trabajo, y con ello el historial de rebeliones, revoluciones, putschs, magnicidios, secesiones y movimientos de liberación en respuesta a, y en consonancia con, la barbarie colonial vivida durante siglos.
Francia logró quedarse con gran parte del Sahel, donde ha gozado de los recursos mineros, energéticos, naturales y humanos de la región y ha conformado el África Occidental Francesa (AOF). Entre sus posesiones estuvo Mauritania, Senegal, Sudán francés (actual Mali), Guinea francesa (actual Guinea-Conakry), Costa de Marfil, Alto Volta (actual Burkina Faso), Dahomey (actual Benín) y Níger.

El beneficio colonial estuvo marcado por la diversidad de riquezas naturales, los espacios de tránsito comercial transahariano —no solo ruta de esclavos transatlántica sino asimismo transahariana— y los yacimientos de minerales, petróleo y gas. Al sur de la franja, en la zona de los grandes lagos, también se encuentra una de las grandes reservas de agua en el mundo, además de hierro, sal, diamante, cobre, carbón y uranio.

Los intereses del capital francés en torno al Sahel dieron una importancia geopolítica y geoestratégica a la región. El mandato sobre Argelia, Madagascar, Túnez, Togo, parte de Marruecos y Camerún, y de los actuales Chad, República Centroafricana, Congo y Gabón —en conjunto denominado África Ecuatorial Francesa— otorgó un margen de ganancias que, luego de los procesos independentistas africanos, sería preservado en la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días bajo mecanismos e instrumentos neocoloniales.

A partir de la década de 1960 comenzaron los movimientos de liberación en el Sahel, tras el inicio de la guerra de Argelia en 1954. Aquel año Francia terminó de perder sus 14 colonias. Era un momento cuando desde todos los países africanos brotaban expresiones y liderazgos a favor de la soberanía nacional, el albor del panafricanismo con el ghanés Kwame Nkrumah como su principal vocero y articulador.

En las posesiones francesas nacieron Modibo Keïta, expresidente de Mali (1960-1968), y Thomas Sankara, en el Alto Volta, quien dirigió una revolución política que llevó a renombrar el país —y el proyecto nacional— como Burkina Faso, que hoy representan los ideales y sentimientos de liberación e independencia africana.

El auge de estas figuras y procesos políticos estuvo signado por el faro geopolítico de la Conferencia de Bandung en 1955, que dio nacimiento al Movimiento de Países No Alineados (MNOAL) del que Nkrumah, representando a Ghana y a favor de orientar las voluntades africanas hacia un destino común, ayudó a organizar y fue uno de sus promotores más importantes. Las luchas en Asia también comparten el mismo contexto del destino de África durante las décadas de 1950, 1960 y 1970; unas fueron referencias de otras.

Posteriormente, ocurrida una serie de operaciones estadounidenses y europeas para deponer y minar liderazgos anticoloniales e independentistas en África, instalar gobiernos a favor de la política exterior y los capitales de Norteamérica y Europa, insertarse en las dinámicas socioeconómicas africanas y saquear los recursos del continente a través de prácticas neocoloniales, el presente en el Sahel está dominado por la agenda geopolítica y geoestratégica de distintos poderes globales.

Para brindar un solo ejemplo de la relación colonial, en estos momentos bastante viralizado por lo demostrativo: el uranio de Níger produce 40% de la electricidad de Francia a través de energía nuclear, mientras que 89% de la población nigerina no tiene servicio eléctrico. En 2014, una de cada tres bombillas en Francia funcionaba con uranio de esa procedencia.

Este país es el sexto mayor productor mundial del mencionado mineral; se extrae cerca de las ciudades mineras gemelas de Arlit y Akokan, a 900 kilómetros al noreste de la capital Niamey, en la frontera sur del desierto del Sahara y en la cordillera occidental de las montañas Air.

La asimetría en la interacción entre Francia y Níger es una característica propia de la dinámica neocolonial: desarrollo para ellos, antidesarrollo y sobreexplotación para aquellos. Esta razón es el motor fundamental de los últimos acontecimientos políticos y geopolíticos que han protagonizado los países del Sahel, una franja donde ha subido la tasa de golpes de Estado.

Desde 2020 seis países han tenido cambios forzados de gobierno, donde se han establecido juntas militares y administraciones de transición con visiones antitutelaje, panafricanas y liderazgos con experiencia en el combate antiterrorista, el otro factor nodal inserto en el corretaje de intereses circundantes a la situación en Níger y demás países vecinos que apoyan el Consejo Nacional de Seguridad Pública (CNSP).

De acuerdo con el último reporte del Índice Global de Terrorismo del Instituto para la Economía y la Paz:

“El Sahel es la región del mundo más afectada por el terrorismo, donde se registra un notable deterioro en 2022 a pesar de las mejoras en Nigeria y Níger. Tanto Burkina Faso como Mali presentaron aumentos sustanciales en las muertes por terrorismo con un aumento de 50% y 56%, es decir, 1,135 y 944 muertes, respectivamente.

Además, cuatro de los diez países del Sahel se encuentran entre los diez peores puntajes en el Índice Global de Terrorismo (GTI). Los Estados vecinos de esa región también experimentaron un aumento de la actividad terrorista en 2022, y Benín y Togo contaron más de diez muertes por primera vez.

En específico, el terrorismo yijadista tiene un protagonismo particular en este escenario y, por lo tanto, está conectado con los factores políticos y geopolíticos en disputa. La destrucción que ha dejado a su paso ha crecido, y tiene una cimiente sólida por historia”.

El origen libio: La era post-Gaddafi

Con la caída —y martirio— del coronel Muammar al-Gaddafi en 2011, ocurrieron dos movimientos tectónicos de alcance internacional, de especial significado histórico para el Sahel: 1) el final del acuerdo migratorio Libia-Unión Europea; y 2) la movilización de los grupos que estuvieron en el golpe contra Libia hacia sus países de origen —con el Azawad, región Tuareg donde se encuentra el Timbuktu, al norte de Mali, uno de los epicentros—, lo que hizo surgir una red de redes de órganos afiliados al terrorismo yijadista a lo largo de las rutas de la franja.

Tras la intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en Libia ha habido una situación de gobernabilidad fragmentada, en un contexto de erosión de la autoridad estatal, un país convertido en un mercado de esclavos y contrabando de armas, drogas y recursos estratégicos a cielo abierto, donde Níger se ha configurado como uno de los principales puntos de paso de las redes de trata, situado en uno de los vértices del mar Mediterráneo, con rutas a Italia y la isla Lampedusa costas afueras, y hacia los adentros a todas las regiones del continente africano.

La crisis de seguridad y estabilidad libia post-Gaddafi, produjo una pérdida de control fronterizo que rompió de facto el acuerdo entre Libia y la UE —a través de Italia— lanzado el 5 de octubre de 2010. Presuntamente se invirtieron 5 mil millones de euros para frenar el flujo migratorio “no grato”, con resultados exitosos producto de una colaboración que fue cercenada de golpe en 2011 e inició la era del terrorismo yijadista generalizado en muchas partes de África, pero que también logró colarse e instalarse en los principales países donde se radica la élite del capital europeo, entre ellos Reino Unido, Alemania y Francia.

Los efectos de la migración yijadista hacia Europa han sido más que palpables a lo largo de la última década. En la actualidad, los europeos —con Italia a la cabeza, exmetrópoli— siguen debatiendo cuál es el mejor proyecto para detener la migración ilegal desde Libia, mientras el país sigue viviendo las secuelas de la intervención otanista en la entrada mediterránea de África.

Hacia dentro, una de las rutas de comercio ilícito y terrorismo cruza los diferentes territorios nacionales del Sahel, por donde aparece Níger como paso obligatorio en la vía a Mali, Burkina Faso y Nigeria, del sur hacia el norte. En el seno de esa zona emergieron nuevas ramas de terrorismo yijadista, luego de que la participación de Al-Qaeda brindó sus frutos de destrucción y caos en 2011.

Las operaciones de esta agrupación comenzaron oficialmente en 2007, según lo anunció uno de sus líderes, Ayman al-Zawahiri, en su momento. El comandante rebelde libio Abdel-Hakim al-Hasidi admitió que sus combatientes tenían vínculos con Al-Qaeda. Los yijadistas que lucharon en Irak estuvieron en el frente de batalla contra el gobierno de Gaddafi, así como estuvieron en Afganistán en la década de 1980 y en la guerra civil argelina en la de 1990; muchos de ellos también estuvieron en el Sahara y el Sahel.

Los conflictos armados provocados por los grupos terroristas a lo largo de toda la franja abrieron mayores mercados para el contrabando y tráfico de armas, drogas, esclavos y materias primas, y facilitaron el auge de la economía ilícita alrededor de los enclaves energéticos y minerales de la zona, al tiempo que aumentó el desplazamiento masivo y ocurrió una estela de destrucción caótica a su paso.

Los hechos y las investigaciones confirman que actualmente Al-Qaeda y Daesh (Estado Islámico) tienen sucursales y células en el Sahel, denominados respectivamente Jama’at Nusrat al-Islam wal-Muslimin (JNIM) y Estado Islámico en el Gran Sahara (ISGS), donde han cometido crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Organizaciones extremistas como Ansar Al-Din (Mali) y Boko Haram (Nigeria), también relacionados directa e indirectamente con los antes mencionados, han aprovechado las circunstancias para expandir sus actividades, convirtiendo la región en epicentro del yijadismo africano, y han agudizado la inestabilidad gubernamental y, por ende, la crisis de seguridad en el Sahel, tal como lo indica el citado Índice Global de Terrorismo en su edición 2023.

La situación en Burkina Faso y Mali era crítica en términos de seguridad, con masacres y crímenes atroces en vías públicas de civiles a diario, bajo la consolidación de las operaciones de células yijadistas en el Sahel central, con tendencia a la expansión en Togo, Benín, Ghana y Costa de Marfil. El germen del terror creció en las entrañas del Sahel, y el combate de los ejércitos estatales contra sus fuerzas ha generado una reacción en cadena por parte de los mandos militares responsables de neutralizar y derrotar al enemigo.

Actualmente rige el presidente Ibrahim Traoré, capitán del ejército burkinabe, en Burkina Faso, una personalidad que apoya a Níger desde el primer minuto del golpe contra las potencias extranjeras alrededor. Llegó al poder el 6 de octubre de 2022 tras el derrocamiento de Paul-Henri Sandaogo Damiba. En su discurso ante la Cumbre Rusia-África, a finales de julio pasado, se refirió a la federación eslava como “familia” y acusó a otros presidentes africanos de “títeres del imperialismo”.

El coronel Assimi Goita tomó el poder luego de dos golpes en 2021 en Mali. La violencia criminal, de factura yijadista, se suma al conflicto territorial, aquietado, pero no resuelto, de la rebelión tuareg a principios de la década 2010. El complejo escenario tuvo como respuesta el gobierno de transición que lidera Goita, a quien se le propagandiza negativamente como «el hombre fuerte de Putin en África» debido a su animosidad anticolonial frente a Estados Unidos y Francia.

En la misma senda, y retomando el caso Níger: el general Tchiani estuvo criticando durante meses la política de seguridad de la administración Bazoum en la lucha contra el yijadismo terrorista, pues las tropas francesas en ese territorio se multiplicaban sin dejar algún efecto positivo, salvo el darles seguridad a las empresas europeas que explotan el uranio y el oro nigerinos.

La reubicación de las fuerzas galas de la operación antiterrorista «Barkhane» —tras el descalabro de la Operación Serval de 2013— después de su salida de Mali hacia Níger producto del fracaso de sus objetivos, y por orden soberana del gobierno maliense de expulsar las tropas extranjeras, colmó el vaso y el general Tchiani —junto con otros altos oficiales del cuerpo castrense nigerino— tomó la medida del golpe en un país sumido en la tiranía del hambre, la violencia y la dependencia neocolonial.

Tchiani cuenta: «A menudo localizábamos a los terroristas, pero, cuando pedíamos que nos apresuráramos a matarlos, el expresidente Bazoum nos dijo que primero pidiéramos permiso a las fuerzas francesas. Nuestros soldados estaban cayendo en los frentes y Francia no hizo nada».

De esa declaración se desprende, con un mínimo análisis de los hechos, y teniendo presente el hilo histórico del actual escenario en África occidental, que los putchs en la franja occidental del Sahel son la respuesta de los mandos militares de Burkina Faso, Mali, Guinea, y ahora Níger, a una combinación del aumento en las actividades terroristas yijadistas, el descalabro militar francés y de las iniciativas europeas en general, y la miseria histórica de sus pueblos: el cúmulo de efectos de la era post-Gaddafi en la región.

Y, por otro lado, el discurso de los oficiales sahelianos se encuentra a tono con el viejo espíritu panafricano de mediados del siglo XX —sobresale la postura de Burkina Faso, más inclinado hacia la propuesta panafricana por sobre los demás gobiernos, actualmente más apegados a la pragmática en términos de alianzas internacionales—, pero actualizado al contexto de disputa contemporánea en el terreno geopolítico y geoeconómico en África, donde Estados Unidos, China y Rusia tienen un papel preponderante.

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